Sri Yukteswar siguió leyendo la maravillosa historia de la resurrección de Lázaro. Al terminar, el Maestro guardó un profundo silencio, con el libro sagrado abierto sobre sus rodillas.
- Yo también tuve el privilegio de contemplar un milagro parecido. -Habló, por fin, con solemne unción, mi gurú-. Lahiri Mahasaya rescató a uno de mis amigos de la muerte.
Todos los chiquillos sentados cerca de mí sonrieron con avivado interés. Todavía había mucho de niño en mí para gozar no sólo de la filosofía, sino particularmente de cualquier historia o sucedido que Sri Yukteswar relatara acerca de sus maravillosas experiencias con su gurú.
- Mi amigo Rama y yo éramos inseparables -principió diciendo mi Maestro-. En vista de que él era tímido e introspectivo, prefería visitar a Lahiri Mahasaya únicamente durante las horas de medianoche, al amanecer, cuando la multitud de los discípulos diurnos se había marchado. Como el amigo más íntimo de Rama, yo era una especie de escape espiritual por la cual él vertía la riqueza de sus percepciones. Encontré siempre inspiración en su compañía ideal. -El rostro de mi Maestro se suavizó con los recuerdos.
- Inesperadamente, Rama fue sometido a una prueba muy dura -continuó Sri
Yukteswar-. Había contraído la enfermedad del cólera asiático. Como mi maestro nunca objetaba los servicios de los médicos en casos de enfermedades graves, fueron llamados especialista. En medio del frenético ajetreo de ayudar al enfermo, yo estaba orando fervorosamente a Lahiri Mahasaya; e implorando su ayuda, me precipité a su casa y, entre sollozos, le conté lo sucedido.
- Los doctores están atendiendo a Rama. Pronto estará bien -me dijo mi Maestro jovialmente.
Regresé entonces algo más confortado, al lado de la cama de mi amigo, sólo para encontrarlo ya en estado agónico.
- No puede durar más de una o dos horas -me dijo uno de los doctores con un gesto de desesperación. Una vez más corrí al lado de Lahiri Mahasaya.
- Los doctores saben lo que hacen. Tengo la seguridad de que Rama sanará. -El maestro me despidió jovialmente.
Al volver al lado de Rama, me encontré con que los médicos ya se habían marchado.
Uno de ellos había dejado una nota: “Hemos hecho todo lo que pudimos, pero éste es un caso perdido”.
Mi amigo era la imagen fiel de un hombre en agonía. Yo no podía explicarme cómo las palabras de Lahiri Mahasaya podían haber dejado de ser ciertas; sin embargo, a la vista de los estertores agónicos y de aquel cuerpo del cual la vida se ausentaba, mi mente se decía: “Ahora ya todo ha terminado”, pasando de esta manera de los mares de la fe a las dudas aprensivas. Yo cuidaba de mi amigo con toda mi habilidad posible. De pronto se enderezó para decirme: “Yukteswar, corre y dile al Maestro que ya me fui. Pídele que bendiga mi cuerpo antes de someterlo a los últimos ritos”. Con estas palabras, Rama suspiró profundamente y entregó su alma (Las víctimas del cólera permanecen con frecuencia completamente conscientes hasta el último momento).
Lloré por más de una hora ante su amada forma. El amante de la quietud había adquirido ahora la de la alma ultérrima, la quietud de la muerte. A poco otro discípulo llegó; le pedí que permaneciera en la casa hasta que yo regresara. Anonadado regresé prontamente a la casa de mi gurú.
- ¿Cómo está ahora Rama? -El rostro de Lahiri Mahasaya sonreía en medio de una aureola.
- Señor, pronto verá usted cómo está -contesté, lleno de emoción-. Dentro de pocas horas verá usted su cuerpo antes de ser conducido a la cremación -y prorrumpí abiertamente en sollozos.
- Yukteswar, contrólate. Siéntate calmadamente y medita. -Mi gurú entró luego en éxtasis. La tarde y la noche se pasaron en un ininterrumpido silencio, yo luchaba infructuosamente por ganar mi calma interior.
Al amanecer, Lahiri Mahasaya me miró consoladoramente.
- Veo que estás todavía intranquilo. ¿Por qué no me explicaste que lo que tú querías era que yo diera a Rama una ayuda tangible en forma de alguna medicina? -El Maestro me señaló una lámpara en forma de copa, cubierta por una pantalla, que contenía aceite de castro crudo-. Llena una botellita de la lámpara y pon siete gotas en la boca de Rama.
- Señor -le repliqué-, él está muerto desde ayer a mediodía.
- No importa; haz como yo te digo.
La actitud sonriente de Lahiri Mahasaya era incomprensible. Yo me encontraba sin poder mitigar mi pena por la pérdida de Rama. Vertiendo una pequeña cantidad de la lámpara salí para la casa de Rama.
Encontré el cuerpo de mi amigo frió ya, con la rigidez de la muerte. Sin reparar en su cadavérico aspecto, abrí sus labios con el índice de mi mano derecha y me dí maña con la mano izquierda y la ayuda de un corcho para introducir, gota a gota, el aceite al través de sus trabados dientes.
Tan pronto como la séptima gota tocó sus fríos labios, Rama tembló violentamente.
Todos sus músculos vibraron de la cabeza hasta los pies, mientras se sentó maravillado.
- He visto a Lahiri Mahasaya en medio de un halo de luz -gritó-. ¡Brillaba como un sol! levántate, abandona tu sueño -me ordenó- Ven con Yukteswar a verme.
Apenas si podía dar crédito a mis ojos, mientras Rama se vestía y contemplaba el vigor con que caminaba hacia la casa de nuestro gurú, después de la fatal enfermedad. Allí se postró Rama a los pies de Lahiri Mahasaya con abundantes lágrimas de gratitud.
El Maestro se mostraba sonriente y alegre. Sus ojos me hicieron un guiño malicioso.
- Yukteswar -me dijo-, seguramente que de aquí en adelante no dejarás de llevar contigo una botellita de aceite castor. Dondequiera que veas un muerto, sencillamente le administras el aceite. Pues ya ves que siete gotas de aceite de lámpara sirven para contrarrestar el poder de Yama (El dios de la muerte).
- Guruji, usted se burla de mí. ¿Por qué? Indíqueme la naturaleza de mi error.
- Yo te dije dos veces que Rama sanaría; sin embargo, no pudiste creerme completamente -decía el Maestro-; yo no quise decir que los doctores pudieran curarlo; únicamente observé que ellos lo estaban atendiendo. No existe ninguna conexión causal entre mis dos aserciones. Yo no quise intervenir en la labor de los doctores, pues ellos también tienen que vivir. -y con voz que resonaba de regocijo, mi guru agregó-: Recuerda siempre que el inagotable Paramatman (Alma Suprema) puede curar cualquier paciente, haya o no doctores.
- Ya veo mi error -confesé con cierto remordimiento-. Ahora sé que tu simple palabra está atada a todo el cosmos.
Cuando Sri Yukteswar terminó esta asombrosa historia, uno de los sorprendidos oyentes aventuró una pregunta que desde el punto de vista de un niño era lógica.
- Señor -dijo el niño-, ¿por qué su gurú usó el aceite de castor?
- Criatura, el suministro de aceite no tenía ningún significado, únicamente que como yo esperaba alguna ayuda material, Lahiri Mahasaya escogió lo que tenía más a la mano como símbolo objetivo para despertar mi fe. El maestro le permitió a Rama que muriera, porque yo, parcialmente, había dudado. Pero el divino gurú sabía que el discípulo sanaría; y así, la curación debía efectuarse, aun cuando él tuviera que salvar a Rama de la muerte, enfermedad que usualmente es la final.
Extraído de Autobiografía de un Yogui de Paramahansa Yogananda.
1 comentario:
sentirsi glorificato su un piano superiore
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