IF I HAVE SEEN FURTHER IT IS ONLY BY STANDING ON THE SHOULDERS OF GIANTS
SIR ISAAC NEWTON

martes, 22 de mayo de 2012

Esa es la única posibilidad de adquirir la perennidad en la “felicidad”

Es un gran tesoro que adquirirás, tan preciso como el que más.
Cuando te percates del tipo de mente que te acompaña en el presente.
Ese conocimiento te permitirá decidir tu futuro.
Pues cultivando lo bueno de el (de la mente) y apartándote de sus puntos débiles, aquellos que te ocasionan malestar y/o sufrimiento a los demás.
Así entrenarás a un preciado instrumento (tu mente) para lograr tus anhelos.
Pero también tendrás la gran oportunidad, si así tú lo deseas de conocer sin tu “mente” tu interior.
La mente y sus tendencias acumuladas en el pasado son las que te hacen ver el mundo como lo ves.
Si deseas ver al mundo tal cual, desnudo del ropaje impuesto por el conocimiento.
Deberás reconocer que tú, no eres la mente.
Si no que este (la mente) es un instrumento de tu conocimiento, tal cual son los cinco sentidos para la mente.
A través de la cual observas, piensas, conoces y creas el mundo que te rodea Incluyendo lo que piensas de ti.
El “espacio” que queda (sin la mente) no es un “vacío”, si no uno pleno de amor, sabiduría y potencialidad pura.
Así lo afirman los maestros despiertos.
Ese espacio del ser, es lo que sustenta todo el no ser, que aparece en el entorno, que a diario observas con apariencia tan real.
Esa es la única posibilidad de adquirir la perennidad en la “felicidad”
Abandona la mente y sumérgete en lo real: tú verdadero ser.

De Poemas ami ego, Eduardo Buenaventura Díaz

Y que el amor sea tu devoción y tu fe

Si hay una sola religión que es el amor
Y el amor es servir
Y el servicio es el amor en acción
Entonces servir es religión 
Si Dios es amor, entonces servir es Dios en acción
Todos servimos para algo, todos somos buenos en algo, todos tenemos una virtud que ejercer.
Ese es el medio como Dios se manifiesta a través de ti.
Es como el cielo se hace carne, como se transforma en acción.
A si El hace sus milagros, a través de ti
Entonces déjalo Ser en ti.
Por ello:
Que tu religión sea tu labor.
Que tu adoración sea tu diario servicio a los demás
Que tu Dios sea el amar
Que el amor sea tu devoción y tu fe
Y aprenderás a amar, como yo te ame.

de Poemas a mi ego, de Eduardo Buenaventura Díaz

Y si admites y reconoces su amor y sabiduría experimentarás la FE.


Orar puedes, pedir no debes.
Tu mente es limitada, para con sabiduría saber lo que debes. (Pedir)
Por ello deja a la divinidad que "pida" por ti y acepta su voluntad en ti.
Dios es el centro del universo, ¿de acuerdo?
Pero... ¿cuál es el centro, en el infinito universo?
!Todos los puntos en especial, ninguno en particular¡
Por lo que tú eres el centro del universo también...!Dios está en ti¡...¿por qué lo buscas sólo en los cielos?
“Cuando hablas con tu sagrado corazón, desde tu humano corazón”.
¿Sabías que estás orando?...
Hacer eso siempre debes (hablar con tu corazón, desde el corazón)
Y como dicen: ¿cuándo oras hablas con Dios?
Ojala sepas discernir entre el diálogo con tus propias ideas nacidas de tus limitaciones y el diálogo con la divinidad.
Es por ello que necesitas ¡no hablar!,
Aprende a guardar silencio y escuchar al maestro de la compasión y sabiduría (el sagrado corazón)
Orar es aprender a escuchar con el corazón al corazón.
Emite tu inquietud en forma simple, clara y sencilla y luego calla, el corazón es inocente no entiende de habladurías.
Su "palabra" al principio es muy, muy débil y (te) pasará desapercibida.
Es por ello necesario el silencio y la quietud al principio.
Aunque cuando aprendas, la reconocerás aún en medio de la ensordecedora multitud.
No esperes un discurso, jajaja...el corazón no es un político esperando que creas en el, él ES.
Debes estar dispuesto a escuchar, ¡no lo que tú deseas! si no la verdad.
Por ello es generalmente breve, concreto y franco.
No esperes palabras, pueden ser sensaciones, imágenes o internas seguridades.
Aprenderás a reconocer su "idioma" poco a poco.
No esperes que siempre te responda de la manera convencional, puede usar cualquier medio, desde el viento hasta... un periódico.
Recuerda él está unido al todo, pero ese medio usado no es un capricho, analiza el porqué, ya que todo tiene un sentido.
Por ello medita en sus respuestas y verás que todo se aclarará.
Recuerda orar no es repetir algo de memoria, lo lícito es sentirlo.
Así mejor que pedir, es aceptar... admitir su inefable amor.
Mejor que orar hablando, es escuchar... reconocer su sabiduría.
Y si admites y reconoces su amor y sabiduría experimentarás la FE.
Y así aprenderás a creer completamente en Dios.
Y dirás… ¡Que se haga tu voluntad en mi señor!

De Poemas a mi ego de Eduardo Buenaventura Díaz

lunes, 21 de mayo de 2012

EL SANTO QUE NO DUERME, de Autobiografía de un Yogui de Paramahansa Yogananda.


“Por favor, permítame que marche a los Himalayas. Espero adquirir, en medio de una soledad imperturbable, una comunión divina ininterrumpida”. En cierta ocasión dirigí estas ingratas palabras a mi Maestro. A tenaceado por una de esas inexplicables desilusiones que de vez en cuando asaltaban al discípulo, sentí una creciente impaciencia con los deberes cotidianos de la ermita y los estudios en el colegio. La única circunstancia atenuante es que esta proposición se la hice a mi Maestro cuando apenas llevaba seis meses de estar con Sri Yukteswar y aún no había comprendido lo inconmensurable de su estatura espiritual.
“Muchos hombres viven en las montañas de los Himalayas y, sin embargo, no tienen la percepción de Dios”. La contestación de mi Maestro vino lenta y sencilla. “La sabiduría se busca mejor al través de un hombre de realización, que al través de una montaña”.
Pasando por alto la insinuación clara de mi Maestro que él y no una montaña era mi instructor, volví a repetir mi súplica. Sri Yukteswar no me dio ninguna contestación y yo tomé su silencio como un tácito consentimiento, una interpretación precaria que se acepta para la propia conveniencia.
Esa noche, en mi casa de Calcuta, estuve atareado con los preparativos del viaje.
Amarré algunos artículos en el interior de una cobija, recordando al hacerlo un bulto similar arrojado a hurtadillas por la venta de mi buhardilla, unos cuantos años antes, y pensando si este nueve viaje, sería también sólo una nueva escapatoria de mala surte hacia los Himalayas. La primera vez mi gozo espiritual era exaltado; pero esa noche me sentía apenado a la sola idea de dejar a mi gurú.
A la mañana siguiente busqué al pandita Behari, mi profesor de sánscrito en el Scottish Church College.
- Señor, usted me ha hablado de su amistad con un gran discípulo de Lahiri Mahasaya.
Por favor, deme usted su dirección.
- ¿Usted se refiere a Ram Gopal Muzumdar? Yo le llamo “el santo que no duerme”, pues está siempre despierto, en conciencia extática. Su casa está en Ranbajpur, cerca de Tarakeswar.
Le di las gracias y tomé inmediatamente el tren para Tarakeswar. Esperaba silenciar mi conciencia obteniendo una sanción del “santo que no duerme”, para concentrarme en meditación solitaria en los Himalayas. El amigo de Behari, según supe, había recibido la iluminación después de muchos años de práctica de Kriya Yoga en las aisladas cuevas.
En Tarakeswar me aproximé a un famoso santuario que los hindúes veneran y
consideran lo mismo que los católicos el santuario de Lourdes, en Francia.
Innumerables milagros han ocurrido en Tarakeswar, incluyendo entre ellos uno hecho a un miembro de mi familia. La mayor de mis tías me dijo: “Yo me senté en el templo durante una semana, observando un ayuno completo, orando por el alivio de tu tío Sarada, de un mal crónico que le aquejaba. En el séptimo día, una hierba se materializó en mis manos. La maceré e hice un té para tu tío. Su mal desapareció inmediatamente y nunca más ha vuelto a aparecer”.
Entré a la capilla del santuario de Tarakeswar. El altar no contiene nada más que una piedra redonda. Su circunferencia, sin principio y sin fin, es una representación significativa del Infinito. Las abstracciones cósmicas no son difíciles aun a los más humildes campesinos hindúes, que han sido acusados por los occidentales de vivir de puras abstracciones.
Mi actitud en aquel instante era tan austera que no me sentí inclinado a reverenciar el símbolo de piedra. Dios debe buscarse, pensé, únicamente dentro del alma.
Abandoné el templo sin hacer siquiera una genuflexión, y airosamente salí de él hacia la Villa de Ranbajpur. Mi llamada a un transeúnte para orientarme causó en él una larga reflexión: “Cuando llegue usted a la encrucijada de un camino, tome su derecha y siga caminando”, dijo por fin, con aire de oráculo.
Obedeciendo sus instrucciones, vagué a lo largo de los bancos de un canal. La oscuridad se aproximaba; los suburbios del villorrio estaban llenos de luciérnagas, así como de aullidos de chacales que por ahí merodeaban. La luz de la luna era demasiado tenue para darme alguna seguridad, y así seguí tropezando durante dos horas.
Por fin, con alegría, escuché el tintineo de un cencerro, y a mis repetidos gritos se
presentó un campesino.
- Ando buscando a Ram Gopal Babu.
- Ninguna persona de ese nombre vive en esta villa. -Su tono de voz era seguro-.
Probablemente es usted un detective mentiroso.
Tratando de acallar las sospechas de su perspicacia política conturbada,
persuasivamente le expliqué mi difícil situación. Entonces me condujo a su casa y me concedió su amable hospitalidad.
- Ranbajpur está lejos de aquí -me dijo-. En el cruce de los caminos debió usted tomar a la izquierda y no a la derecha.
Con gran tristeza pensé que mi primer informante era desde luego una verdadera
amenaza para los caminantes. Después de una cena con arroz, lentejas dhal y curry con papas y plátanos crudos, me retiré a una pequeña choza adjunta al huerto. A lo lejos los campesinos de la villa cantaban, acompañados del grave son de las “mridangas”1 y címbalos. Esa noche el sueño fue inconciliable. Oré fervientemente por ser conducido al secreto yogi Ram Gopal.
Tan pronto como los primeros rayos del alba penetraron por los intersticios de mi
oscura morada, me levanté para seguir mi camino a Ranbajpur. Atravesando por campos de arroz recién cortado, tropecé con espinos y montículos de barro seco. De vez en cuando me encontraba con algún campesino, quien invariablemente me informaba que mi meta final distaba únicamente una “krosha” (dos millas). En seis horas el sol había viajado victoriosamente del horizonte hasta el meridiano; pero yo principiaba a sentir que siempre me hallaría distante de Ranbajpur por una krosha.
Al mediodía mi mundo seguía siendo un campo de arroz interminable. El calor, cayendo de un cielo inclemente, me iba aproximando a un inevitable colapso. Como viera venir a un hombre de aspecto y paso mesurados, apenas me atreví a hacerle la tan repetida pregunta, por temor de recibir la siempre monótona contestación: “Sólo una krosha”.
El caminante se detuvo a mi lado. Era ligero y corto de cuerpo, físicamente sin
importancia, con excepción de sus hermosos ojos oscuros y penetrantes.
“Había pensando abandonar Ranbajpur, pero el objeto de tu visita es bueno y decidí esperarte”. Y tronando sus dedos en mi sorprendida cara, me dijo: “¿No eres lo suficientemente listo para darte cuenta que sin previo anuncio tú no podrías encontrarme qué, señorito, no reverenció al Infinito en el símbolo de piedra que vio usted ayer en el templo de Tarakeswar? 2. Su orgullo ha sido castigado por el caminante que le dio una mala dirección, ya que él no quería molestarse en hacer distinciones entre la derecha y la izquierda. ¡Y hoy ha tenido un día bastante desagradable!”.
De todo corazón estuve de acuerdo, maravillosamente sorprendido de que un ojo
omnisciente se ocultara tras un cuerpo tan insignificante, como el que estaba ante mí.
Una energía curativa fluía del cuerpo de aquel yogui, pues inmediatamente me sentí refrescado y vigorizado en medio de aquel campo ardiente.
 “El devoto se inclina a creer que su sendero hacia Dios es el único”, dijo. “Yoga, al
través de la cual la divinidad es hallada dentro, es, indudablemente, el sendero más elevado, como nos lo ha dicho Lahiri Mahasaya. Pero al descubrir al Señor en nosotros, pronto lo percibimos en el exterior. Los santuarios de Tarakeswar y los de cualquier otra parte, son justamente venerados como centros nucleares del poder espiritual”.
La actitud censora del santo se desvaneció; sus ojos se suavizaron compasivamente y me dio unos golpecitos en el hombro.
“Joven yogui, ya veo que usted está huyendo de su Maestro. El tiene todo lo que usted necesita. Usted debe regresar a él. Las montañas no pueden ser su gurú” Ram Gopal repetía el mismo pensamiento que Sri Yukteswar había expresado durante nuestra última entrevista.
“Los Maestros no están bajo ninguna compulsión cósmica que limite su residencia”. Mi acompañante me miró inquisitivamente. “Los Himalayas de la India y del Tíbet no tienen ningún monopolio de santos. Lo que uno no se preocupa en hallar dentro de sí, no puede ser descubierto transportando del cuerpo de acá para allá. Tan pronto como el devoto quiere ir al fin del mundo por su iluminación espiritual, su gurú se le aparece cerca”.
Lo reconocí en silencio, recordando mi plegaria en la ermita de Benares, seguida por el encuentro con Sri Yukteswar, en el concurrido barrio de Benares.
“¿Puede usted disponer de un cuarto pequeño, en donde pueda cerrar la puerta y estar solo?”
“Sí”. Comprendí luego que el santo descendía de lo general a lo particular con una
velocidad desconcertante.
“Esa es su Cueva”. El yogi me lanzó una mirada de iluminación que nunca he olvidado.
“Esa es su montaña sagrada. Allí es donde encontrará el reino de Dios”.
Sus sencillas palabras desvanecieron inmediatamente mi larga obsesión por los
Himalayas. En medio de un abrasador campo arrocero, desperté de mis encumbrados sueños de montes nevados.
“Joven, su sed por lo divino es muy laudable. Siento un gran cariño por usted”. Ram Gopal me tomó de la mamo y me condujo a una cercana aldehuela. Las casas de adobe estaban techadas con hojas de palma y adornadas con rústicas entradas.
El santo me hizo sentar bajo una umbrosa plataforma de bambú de su pequeño huerto.
Después de darme jugo de lima endulzado y un pedazo de azúcar cande, entró a su patio y asumió la postura del loto. Como a las cuatro horas abrí los meditativos ojos y vi la monolítica figura del yogi que aún seguía inmutable. Mientras yo estaba recordando a mi estómago que el hombre no sólo de pan vive, Ram Gopal se aproximó a mí.
“Ya veo que está usted hambriento; la comida estará lista pronto”. El fuego fue
encendido en un horno de barro en el patrio, y arroz y dhal me fueron pronto servidos en grandes hojas de plátano. Mi anfitrión rehusó cortésmente mi ayuda para atender los menesteres de cocina. “El huésped es Dios”, es un proverbio hindú que desde tiempo inmemorial ha sido devotamente observado. En mis recientes viajes por el mundo, me ha encantado ver que se sigue el mismo respeto para los viajeros en diferentes países. El habitante de la gran ciudad encuentra, sin embargo, bastante mellada esta hospitalidad por la superabundancia de caras nuevas cada día. Los emporios humanos me parecían remotos y oscuros en tanto me sentaba al lado del yogui en aquella pequeña y aislada aldehuela. La habitación de la casa era misteriosa por su atenuada y suave luz. Ram Gopal arregló algunos cobertores rotos en el piso para que me sirvieran de cama; y él mismo se sentó en una estera de paja. Abrumado por su enorme magnetismo espiritual, me aventuré a hacerle una súplica. “Señor, ¿por qué no me concedes el “samadhi”?
“Querido mío, con gusto le concedería el divino contacto, pero no está en mi mano
hacerlo”. El santo me vio con entrecerrados ojos. “Su maestro le concederá esa
experiencia pronto. Su cuerpo no está todavía lo suficientemente afinado, a tono; así como una pequeña lámpara no puede resistir un voltaje excesivo, así sus nervios no están todavía preparados para la corriente cósmica. Si yo le diera el éxtasis infinito ahora, se quemaría como si cada célula suya alzara llama. “Usted está pidiéndome la iluminación a mí -continuó el yogui a media voz-, mientras que yo me pregunto, en mi insignificancia, y con las pequeñas meditaciones que he hecho, si habré logrado agradar a Dios y qué mérito puedo encontrar ante sus ojos, al recuento final”. “Pero, Señor, ¿no ha estado usted buscando a Dios sincera concienzudamente por largo tiempo?”.
“No he hecho mucho. Behari debe haberle dicho algo de mi vida. Durante veinte años ocupé una gruta secreta, meditando dieciocho horas seguidas. Luego me fui a una cueva inaccesible y permanecí allí por veinticinco años, entrando en unión yogística por veinticuatro horas diarias. No necesitaba dormir, porque estaba siempre con Dios. Mi cuerpo estaba más descansado y en completa calma en la supraconsciencia, de lo que puede estarse en el ordinario estado subconsciente”.
“Los músculos se relajan durante el sueño, pero el corazón, los pulmones y el sistema circulatorio siguen en constante trabajo. Estos no descansan. En el estado de supraconsciencia, los órganos internos permanecen en un estado de suspensión, electrizados por la energía cósmica. Por este medio he encontrado innecesario dormir desde hace años. Tiempo llegará en que usted también hará caso omiso del sueño”.
“¡Santo cielo! ¿Usted ha meditado por tan largo tiempo y todavía no está seguro del favor de Dios? -Le miré asombrado-. Entonces, ¿qué nos queda a nosotros, pobres mortales?”.
“Bien; pero ¿no ve usted, mi querido joven, que Dios es la Eternidad misma?. Pretender que uno pude conocerle a El plenamente por cuarenta y cinco años de meditación es como formularse una expectación a posteriori. Babaji nos asegura, desde luego, que aun una pequeña meditación lo salva a uno del terrible temor a la muerte y de los estados post-mortem. No fije su ideal espiritual en una pequeña montaña; fíjelo en la estrella de la inclasificada realización de lo divino. Si usted trabaja con tesón, lo conseguirá, sin duda”.
Conmovido por lo que me decía, le supliqué que me diese mayor luz. Entonces me
contó una maravillosa anécdota con relación a su primer encuentro con el maestro de Lahiri Mahasaya: Babaji 3.
Cerca de la medianoche, Ram Gopal entró en silencio y yo me acosté sobre los
cobertores. Cerré los ojos y comencé a ver ráfagas relampagueantes; todo mi vasto espacio interior era una cámara de luz radiante. Abrí los ojos y observé la misma radiación deslumbradora. La habitación se tornó en una infinita cámara, como la que mirase en la interna visión.
“-¿Por qué no se duerme?”
“-Pero, Señor, ¿cómo podría dormir en presencia de ese relampaguear cegante, ya tenga los ojos cerrados o abiertos?
“-Bendito eres tú con esta experiencia; las radiaciones espirituales no se ven
fácilmente”. El santo agregó unas palabras más de afecto.
Al amanecer, Ram Gopal me dio cande en trozos y me dijo que debería partir. Sentía tanto tener que abandonarlo, que no pude evitar que las lágrimas surcaran mis mejillas.
“No dejaré que te marchas con las manos vacías”, y añadió tiernamente: “haré algo por ti”.
Sonrió y me miró fijamente; yo permanecí clavado a la tierra, y una gran calma me
circundaba, como si una poderosa creciente me entrase por los ojos. Instantáneamente fui curado de mi dolor en la espalda, el cual me venía atormentando intermitentemente por años. Renovado y bañado en un océano de gozo luminoso, ya no lloré. Después de tocar los pies del Santo, salté a la jungla, abriéndome camino por entre la tropical maleza hasta llegar a Tarakeswar.
Allí hice una segunda peregrinación al famoso santuario y me arrodillé con fervor ante el altar. La piedra redonda se agrandó ante mi visión interna, hasta que se convirtió en la esfera cósmica, anillo tras anillo, zona tras zona, toda saturada de divinidad.
Una hora después tomé el tren alegremente para Calcuta. Mis viajes terminaron, no en las vastas montañas, sino en la himaláyicas presencia de mi Maestro.
Notas al márgen:
1 Tambores tocados con las manos y usados únicamente para música devota.
2 Esto nos recuerda la observación de Dostoiewski: “El hombre que no se inclina ante nada, no podrá soportar nunca la carga de sí mismo”.
3 Véase páginas 297-300 (capitulo XXXIV )

martes, 15 de mayo de 2012

EL CORAZON DE UNA IMAGEN DE PIEDRA, de Autobiografía de un Yogui de Paramanhansa Yogananda.

Como leal esposa hindú, no quiero quejarme de mi esposo. Pero sí quisiera que él cambiara y que fuera menos materialista. El se goza en ridiculizar las estampas de santos que tengo en el cuarto de meditación. Querido hermano, tengo una profunda fe en que tú puedes cambiarlo. ¿Lo harás?.
Mi hermana mayor, Roma, me veía con mirada suplicante. Yo estaba de visita en su casa de Calcuta, en la calle del barrio de Girish Vidyaratna. Su ruego me conmovió, porque ella había ejercido una gran influencia espiritual en mis primeros años, y porque había tratado dulcemente de llenar el vacío que mi madre dejó con su muerte en el seno de la familia.
- Querida hermana, por supuesto que haré todo lo que pueda. -Sonreí, deseoso de borrar la tristeza que manifestaba en su semblante, que contrastaba con su habitual dulzura.
Roma y yo nos sentamos un rato, en oración silenciosa, en busca de ayuda. Un año antes, mi hermana me había pedido que la iniciara en Kriya Yoga, en la cual estaba haciendo progresos notables.
Súbitamente, una inspiración se apoderó de mí.
- Mañana -le dije- voy al templo de Dakshineswar. Por favor, ven conmigo y sugiere a tu esposo que nos acompañe. Presiento qué con las vibraciones de aquel santo lugar la Madre Divina tocará su corazón. Pero por ningún motivo descubras el objeto que nos lleva.
Esperanzada, mi hermana consintió. A la mañana siguiente, muy temprano, me agradó ver que Roma y su esposo estaban listos para el viaje. Conforme nuestro carruaje traqueteaba a lo largo del camino circular que conduce a Dakshineswar, mi cuñado, Satish Chandra Bose, se divertía ironizando y escarneciendo a los gurús del pasado, del presente y del porvenir. Yo observé que Roma lloraba silenciosamente.
- ¡Hermana anímate! -le susurré al oído-. No le des a tu esposo la satisfacción de creer que tomamos sus burlas en serio.
- Mukunda, ¿cómo puedes tú admirar a los farsantes despreciables? -decía Satish-. La sola apariencia de un sadhu es repulsiva; son tan flacos como un esqueleto o tan profanamente gordos como un elefante.
- Yo solté sonora carcajada. Mi reacción de buen humor molestó a Satish, y éste se retiró amurrado. Cuando nuestro carruaje entró a los terrenos de Dakshineswar, echó a su alrededor una mirada desconfiada y, sarcásticamente, preguntó:
- Este viaje, supongo yo, es una treta para reformarme, ¿no?.
Como ya me iba sin contestar sus palabras, me tomó del brazo, diciéndome:
- Joven señor monje: no se olvide usted de hacer los arreglos necesarios con los
guardias del templo para tomar nuestra comida del mediodía.
- Ahora voy a meditar. No se preocupe por su comida -le contesté al punto-; la Madre Divina se encargará de ello.
- Yo no espero que la Madre Divina haga nada por mí. Pero a ti sí te hago responsable de mi comida. -El tono de voz de Satish era amenazador.
Yo proseguí mi camino por el peristilo que está frente al gran templo de Kali, o Madre Naturaleza. Escogiendo un lugar sombreado, cerca de uno de los pilares, me acomodé en la postura meditativa del loto. aun cuando era sólo las siete de la mañana, el sol sería pronto abrasador.
El mundo se me fue alejando conforme me interiorizaba devotamente. Mi mente estaba concentrada en la Diosa Kali, cuya imagen en Dakshineswar fue el objeto especial de adoración del Gran Maestro Sri Ramakrishna Paramhansa. En contestación a sus angustiosas demandas, la imagen de piedra de este mismo templo tomó con frecuencia la forma viviente y conversaba con él.
“Madre silenciosa de corazón de piedra -rezaba yo-: Tú, que te has llenado de vida a la súplica de Tu amado y devoto Ramakrishna, ¿por qué no escuchas también las plegarias y lamentos de este implorante y amoroso hijo Tuyo?”.
+poco a poco, mostrando al fondo la imagen de la Diosa Kali. Gradualmente tomó ésta un forma viviente, sonriendo y moviendo la cabeza como en un saludo, lo cual me llenó de un regocijo indescriptible.
Como con un mágica jeringa, el aire me fue extraído de los pulmones y mi cuerpo
permaneció totalmente inmóvil, aunque no inerte.
Una extática expansión de conciencia subsiguió luego. Podía ver claramente a algunas millas sobre el Río Ganges a mi izquierda, y aún mucho más allá del templo todos los recintos de Dakshineswar. Las paredes de todos los edificios brillaban de transparencia, y al través de ellos podía ver a la gente caminar de un lado para otro en varias acres a la redonda.
Aun cuando me hallaba sin aliento y con el cuerpo en un estado de quietud extraña, sin embargo podía mover manos y pies libremente. Por algunos minutos ensayé abrir y cerrar los ojos; y en ambos casos podía ver claramente todo el panorama de Dakshineswar.
La vista espiritual, como los rayos X, penetra en toda materia; el ojo divino está
centrado en todas partes, y su circunferencia en sí mismo. Entonces confirmé, en el soleado patio, que cuando el hombre cesa de ser un hijo pródigo de Dios absorbido en un mundo físico, verdadero sueño, tan sin base como burbuja, vuelve a heredar su reino eterno.
Si el “escapismo” fuese una necesidad del hombre, clavado a su estrecha personalidad, ¿podría compararse cualquier escape con la majestad de la omnipotencia?.
En mi sagrada experiencia de Dakshineswar, las únicas cosas extraordinariamente agrandadas eran el templo y la figura de la Diosa. Todo lo demás parecía en su forma y dimensiones normales, aun cuando cada una estaba encerrada en un halo de tenue luz blanca, azul y cromo de arco iris al pastel. Mi cuerpo parecía ser de una substancia etérea, pronto a levitarse. Completamente consciente de mi medio ambiente material, veía a mi alrededor y daba algunos pasos sin interrumpir la continuidad de la bendita visión.
Tras las paredes del templo, súbitamente, divisé a mi cuñado, que se sentaba bajo las espinosas ramas de un árbol sagrado de “bel”. Con facilidad pude conocer el curso de sus pensamientos. Aunque ahora eran algo elevado por la santa influencia de Dakshineswar, su mente hacía aún reflexiones poco amables acerca de mí. Me dirigí directamente a la graciosa Imagen de la Diosa.
“Madre Divina -le pedí-, ¿no cambiarás la espiritualidad del esposo de mi hermana?”.
La hermosa imagen, hasta entonces silenciosa, habló por fin: “Tu deseo será cumplido”.
Gozosamente vi a Satish, quien instintivamente parecía darse cuenta de que algún poder espiritual estaba operándose en él; pero se levanto lleno de resentimiento de su asiento en el suelo, lo vi correr alrededor del templo y aproximarse a mí, amenazándome con el puño.
La sublime y amplia visión desapareció. Ya no pude ver a la gloriosa Deidad; el
majestuoso templo, ya sin transparencia, fue reducido a su tamaño ordinario. Y otra vez mi cuerpo sintió los sofocantes rayos solares. Corrí a cobijarme al lado de las columnas, hasta donde Satish me persiguió enojado. Vi mi reloj. Era la una; la divina visión había durando una hora.
- Grandísimo loco -me espetó mi cuñado-, has estado con las piernas cruzadas y los ojos cerrados durante seis horas. Mientras, he ido y venido observándote. ¿Dónde está mi comida? Ahora el templo está cerrado, y a ti se te pasó notificar a sus autoridades; ahora nos hemos quedado sin comer.
La exaltación espiritual que había experimentado a la presencia de la Diosa, permanecí aún latente en mi corazón. Y me sentí fuerte y valiente para decir:
- La Madre Divina nos alimentará.
Satish no se podía contener de ira.
- De una vez por todas -bramó-, me gustaría ver a tu Madre Divina dándonos de comer aquí sin previo arreglo.
Apenas acababa de pronunciar sus palabras, cuando un sacerdote del templo cruzó el patio y se acercó a nosotros.
- Hijo -me dijo-, he estado observando su faz serenamente iluminada durante sus horas de meditación. yo presencié la llegada de sus comitiva hoy por la mañana, y sentí el deseo de separar bastante comida para que ustedes coman. Aun cuando va contra las reglas proporcionar aliento a aquellos que no hacen su petición por anticipado, para ustedes he hecho una excepción.
Agradecido le di las gracias y clavé mi mirada en los ojos de Satish. Se ruborizó de emoción y bajó la mirada en señal de arrepentimiento. Luego fuimos servidos con una comida abundante y sustanciosa, e incluso con mangos fuera de estación. Noté que el apetito de mi cuñado era escaso. Estaba asombrado, profundizándose en un mar de pensamientos. En nuestro viaje de regreso a Calcuta, de vez en cuando me veía con suavizada expresión, y una que otra mirada humilde, como si quisiera disculparse. Pero no volvió a hablar una sola palabra desde el momento en que el sacerdote apareció para invitarnos a comer, como si hubiera sido la contestación inmediata a su reto.
Al día siguiente por la tarde, visité a mi hermana en su casa. Me recibió muy
afectuosamente.
- Querido hermano -gritó feliz-, ¡qué milagro!. Anoche mi esposo lloró abiertamente
delante de mí. “Amada devi -me dijo-, me siento feliz más allá de toda expresión, de que la estratagema de tu hermano para reformarme haya surtido efecto. Voy a deshacer todo el mal que te he hecho. Desde esta noche usaremos nuestra recámara grande únicamente como lugar de adoración, y tu pequeño cuarto de meditación como dormitorio. Estoy sinceramente apenado por haber ofendido tanto a tu hermano. Por la forma vergonzosa en que he estado obrando, me castigaré no hablando a Mukunda en tanto no haya logrado algún progreso en el sendero espiritual. Con reverencia buscaré a la Madre Divina de hoy en adelante; y algún día, seguramente, la encontraré”.
Años después visité a mi cuñado en Delhi. Gocé sobremanera al advertir que había adelantado grandemente en la senda de autorrealización, y al saber que había sido bendecido con la visión de la Madre Divina. Durante mi estancia con él, me di cuenta de que secretamente Satish pasaba la mayor parte de cada noche en meditación divina, aun cuando estaba padeciendo de un mal bastante serio, y de que durante el día trabajaba en una oficina.
Me vino a la mente que la vida de mi cuñado no sería muy larga Roma probablemente leyó mi pensamiento.
Hermano querido -me dijo-, yo estoy sana y mi esposo enfermo. Sin embargo, deseo que sepas que, como abnegada esposa hindú, yo seré la primera en morir1. No pasará mucho tiempo antes de que me vaya.
Desanimado por sus ominosas palabras, sin embargo vi en ellas la punzante verdad. yo estaba ya en América cuando mi hermana murió, un año después de su predicción. Mi hermano menor, Bishnu, me dio más tarde todos los detalles.
-Roma y Satish estaban en Calcuta, en la fecha de su muerte -me refirió Bishnu-; esa mañana se vistió ella con sus atavíos nupciales.
“-¿Por qué ese traje, ahora? -le pregunto Satish.
“-Este es mi último día de servicio para ti en la tierra -contestó Roma.
“Poco rato después tuvo un ataque al corazón, y cuando su hijo corría a traer ayuda, ella le dijo:
“-Hijo, no me dejes. Es inútil que vayas. Ya habré partido antes de que venga el doctor.
“Diez minutos después, deteniendo en sus manos los pies de su esposo, en reverencia, Roma dejó conscientemente su cuerpo, feliz y sin sufrimiento.
“Satish se volvió muy retraído después de la muere de su esposa -prosiguió Bishnu-. Un día él y yo estábamos viendo un retrato grande, donde Roma aparecía sonriente.
“-¿Por qué te sonríes? -exclamó de pronto Satish, como si su esposa estuviera presente-.
¿Tú crees que fuiste muy lista en arreglar todo para irte antes que yo?. ¡Voy a robarte que no podrás por mucho tiempo permanecer separada de mí; pronto me reuniré contigo!.
“Aun cuando por este tiempo Satish estaba ya completamente restablecido de su mal y gozaba de inmejorable salud, murió sin causa aparente alguna, poco después de las extrañas observaciones que hizo ante la fotografía”.
Así, proféticamente, se fueron mi amada hermana mayor Roma y su esposo Satish, que fuera transformando en Darkshineswar, de un hombre mundano en un silencioso santo.
Notas al márgen:
1- La esposa hindú cree que es signo de progreso espiritual si muere antes que su
esposo, como una prueba de su leal servicio a él. Es lo que podría llamarse “morir
bajo el arnés”.

Dios no le pertenece a nadie, a ninguna cultura o religión, él estuvo mucho antes de toda la creación y lo estará después de su extinción.

¿Por qué he de practicar, orar, meditar, ayunar, etc.? para realizar a Dios
Hummm... creo que todas esas cosas lo inventamos como pretextos los hombres
Por que ¿acaso él no está siempre conmigo? que yo sepa nunca se apartó de mí.
Además ¿cómo podría hacerlo? pues soy carne de su carne, aliento de su aliento, vida de su vida.
Como ya se que me dirás: ¿con qué seguridad puedo aseverar que eso?
Mira, cuando dicen las escrituras, que Dios tomó barro para formar al hombre ¿de dónde crees que lo tomó?
¡Pues de él mismo!, si fuera de otro lugar, entonces algún otro Dios lo creo, entonces no es del Dios absoluto del cual hablamos si no de otro menor.
Todo lo creado, el universo lo existente y lo inexistente pertenece a Dios, él lo mantiene, de él salió y regresará a él, sin el nada es posible ni es real.
Así como el sopló su aliento en mí, en ti y en el barro con que un nuevo ser creó.
Por ello mi vida le pertenece y no podría vivir sin su continuo aliento, ni “mi barro” podría existir sin su alimento.
Él es todo, en todos, y todos pueden ser por él, no te confundas no eres por ti, él es en ti, por eso eres, lo que pasa es que te olvidaste,… sólo eso.
Entonces ¿por qué? eso de meditar, ayunar, orar, etc.
El hombre cree que necesita ciertos tipos de purificación (de limpiar el disco duro).
Y de alineación con su origen, cree que hay un camino, un método una forma.
Pero esa es solo su personal especulación.
De Dios nunca salimos, nunca nos fuimos, pues entonces ¿a donde pretendemos llegar?
La mente dual pone siempre su trampa en el pensamiento del hombre.
Te explico: Dios estaba muchísimo antes que el hombre y su personal visión y lo estará aún después de su desaparición.
Dios no le pertenece a nadie, a ninguna cultura o religión, él estuvo mucho antes de toda la creación y lo estará después de su extinción.
Es como decir, que unas cuantas gotas de agua salada, digan que el inmenso mar les pertenece.
El hombre siempre busca disculpas, para de si mismo, no hacerse responsable.
Pero dentro de él lo tiene todo: al maestro, al discípulo y a Dios.
El hombre meditó y oro desde su aparición, sin necesidad de una religión.
¿Cómo? claro si tu llamas orar al pedir y pedir, y querer tu destino redirigir sin que tu esfuerzo tenga que intervenir.
De ese tipo de plegaria no, el hombre oró desde el primer momento, dialogó con todo lo creado y consigo mismo, o sea con Dios.
¿¡Es que acaso, la vida en si misma, no es sagrada!?
Vivir intensamente sin que medie tu pensamiento personal, es meditación en acción
Aún si él ni siquiera hubiera hecho eso, al vivir está siempre repitiendo un sonido, una oración, el sonido de su respiración*.
¿Entonces cuál es la diferencia entre Dios y yo? En que él sabe que son uno, ¿y tú? no te lo crees.

De Poemas a Mi Ego, de Eduardo Buenaventura Díaz.

*So-Ham, Soooo al inspirar y Hammm al expirar se traduce como: yo soy el que soy o también se traduce como, yo soy el absoluto (Dios).

“Si un hombre repite el nombre de Dios su cuerpo, su mente todo el se vuelve puro”.
Ramakrishna.

El cielo siempre hará lo mejor para ti, aún en contra de ti.

En medio de las montañas agrestes dos siluetas trabajan en las laderas, eran el viejo hombre y su aprendiz.
Trataban de convertir la poca tierra que había entre los pedregales en alimentos para sus cuerpos sostener.
Mientras el viejo removía con su azadón las piedras y los ásperos matorrales de aquella región, el novato traía agua en un desvencijado latón.
Maestro ¿te puedo preguntar algo?, inquirió el joven mientras ayudaba, como casi siempre el viejo no contestaba.
Su  respuesta fue: falta más agua aquí, para aflojar la tierra deja de hablar y trae más.
Trayendo lo pedido, el joven siguió insistiendo, es que tengo una inquietud que me preocupa señor.
Sin esperar respuesta siguió, es que anoche estuve en el templo orando por una respuesta del cielo pero nadie respondió.
El viejo siguió agitando el azadón restregando el terreno, por sus sienes caían gotas de sudor, el sombrero levemente aplacaba el sol que ya se mostraba abrazador.
Después de un rato, una carcajada rompió el silencio de la montaña, “si logras que una piedra en forma de un dios te hable, me avisas, que eso si seria digno de verse, jajaja… ¡ah muchacho!
Trae más agua que nos falta poco para sacar estas rocas, el joven refunfuñando contestó, porque en vez de tanto: trae agua, trae agua, un ducto antes no se construyó.
El viejo levantó la mirada y vio al jovenzuelo a los ojos y le dijo: claro lo primero que pensaste es, “a estos viejos tontos lo que les gusta es martirizar a los muchachos como yo”.
Pues la respuesta es ¡si!… ¡trae más agua! te dije.
Cuando el joven trajo más, el anciano continuó, si deseabas comodidades te hubieras quedado en los templos del valle, ahí la vida es más fácil.
Viniste aquí por instrucción, eres fuerte, si no, no hubieras soportado las pruebas de ingreso al templo de la montaña.
¿Acaso no has pensado que acarrear agua tiene un sentido y una función?
Sin esperar respuesta, continuó: los jóvenes están llenos de energía y vitalidad esa fuerza se debe correctamente encaminar para la mente, calmar y permitir, escuchar a los sabios maestros en su hablar.
Por eso traer agua hasta que te canses, trae beneficio a la comunidad y a tu vida espiritual.
Dicho esto guardó silencio nuevamente, ya frisaba el sol el zenit y las águilas que cerca anidaban observaban, el viejo por fin exclamó ¡terminamos por hoy!.
Trae las herramientas y sígueme, cargaron con ellas y prosiguieron hacia el desfiladero, el camino de regreso al encaramado templo. 
Pertenecían a una comunidad de monjes renunciantes, entre sus votos estaba el de no recibir limosnas y el de trabajar por su diario sustento.
Fieles a ello, aún sus más altos dignatarios diariamente domésticas labores realizaban.
Caminando por la empinada calzada y con el sol, que a sus espaldas abrazaba en un recodo guarecido del brillante sol buscaron refugio para descansar.
Cogiendo su lengua barba el anciano respondió: hijo, todas las oraciones son respondidas pero no todas pueden ser escuchadas por el orante.
Tu mente agitada entre tus pedidos, no deja que el sutil mensaje de las alturas en tu corazón anide.
Por otro lado es usual el no querer escuchar lo que nos conviene, para orar hay que ser valientes para aceptar las respuestas de los designios celestes.
Que generalmente contradicen nuestros deseos.
Mientras un pequeño niño camina con su madre por el mercado abarrotado de dulces y juguetes, a su paso y por cada uno que ve, el niño dice: “quiero eso”.
La madre trata de hacerle comprender que no hay dinero o que eso no le conviene, pero el niño insiste y si no lo logra, se tira al suelo llora y patalea.
La madre al ver lo inútil de sus argumentos coge al niño a la fuerza lo levanta y se lo lleva.
Solo cuando el sea adulto y tenga a su vez hijos, sin necesidad de ninguna explicación comprenderá a su madre.
Es más, él ni siquiera se acordará de aquellos episodios de completa desesperación por obtener aquello que para él eran todo en esos momentos: caramelos y juguetes por los cuales hasta hubiera ofrecido su vida. 
Así muchas de las cosas no pueden ser entendidas en nuestro presente estado de desarrollo mental.
Nos parecerá injusta la vida, el cielo mudo y Dios distante e ignorante de nuestras necesidades, aprensiones, inquietudes o penas.
Pero algún día “creceremos” seremos mayores, nuestro estado mental se desarrollará lo suficiente para entender los pareceres del reino celestial.
En tal estado tendremos el conocimiento instantáneo y la razón, del porque no de nuestros quereres, de esos tiempos.
No necesitaremos de que nadie nos lo explique, simplemente lo entenderemos todo.
Quien puede impedir que el hombre ore, nadie ni el mismo Dios.
Es mas, es natural como para el niño llorar. 
Pero ante una negativa del divino, confía hijo mío, confía en El y en su sabiduría.
Ora,
Pero mejor que eso
Escucha…
Mejor que escuchar
Será que sientas (los designios de lo alto) y
Mejor que sentirlo en todo tu ser,
Será que hagas lo que El desea.
El cielo siempre hará lo mejor para ti, aun en contra de ti.
Ahora sigamos y el anciano cargo las herramientas y aquella dulce mirada con que le habló al joven otra vez se tornó en dura y aparentemente indiferente.
Nadie diría que aquel par de hombres jugaban a la sabiduría, ocultos en humildes ropajes humanos.

de Diálogos imposibles, de Eduardo Buenaventura Díaz.

lunes, 14 de mayo de 2012

Vivimos de milagros y de milagro... y es un milagro el que no nos demos cuenta.

Dios se esconde dentro de lo cotidiano y así no aparece como asombroso.
Si ves una cosa por una sola vez y por primera vez dirás es un hecho extraordinario y si se trata de algo imposible es un milagro
Pero si aquello comienza a repetirse una, dos, tres y más veces ya no lo será tanto.
Imagínate a Jesús resucitando muertos de vez en cuando.
Y así hubiera sido si no muere a los treinta y tres años.
Ya no se le vería como tan milagroso, sería con el transcurrir del tiempo algo cotidiano.
Cada vez que atisbamos otro reflejo del diamante de la realidad por primera vez quedamos encandilados, maravillados.
Hemos estudiado al detalle el nacimiento humano, sabemos todo sobre su bioquímica, su fisiología y su naturaleza.
Tanto que dejó de ser: “el milagro de la vida”, para ser algo tan común y cotidiano, vasta ver a los médicos y enfermeras en los hospitales nacionales.
Pero la gestación es un milagro, a pesar de todo y de todos.
Nadie lo puede repetir si no coincide con la voluntad del cielo.
Sí me dirán y la fertilización in Vitro y la clonación y…  ¡y!
Nadie puede crear un espermatozoide y menos un óvulo, menos emparejarlos y que la magia se dé luego para que se multiplique y replique diseñando un nuevo ser.
Vivimos de milagros y de milagro… y es un milagro el que no nos demos cuenta.
Vi una mujer gestando y pensé en los hilos que la vida tuvo que tejer para que eso sucediera.
Aún antes de ella nacer, uno a uno los acontecimientos de toda su vida y de todos sus ancestros estaban dirigidos a que gestara este nuevo ser.
El hijo, el nieto, el bisnieto, el tataranieto, el… de alguien, el fruto de todo el árbol de una vida familiar, de una sangre, de un ADN, que comenzó con el Big Bang.
¡Que maravilla y milagro hay en la vida! y parece tan cotidiano, tan simple, tan superfluo, que hasta… matamos.
Que Dios nos tenga piedad.

de Poemas a mi ego de Eduardo Buenaventura Díaz

sábado, 12 de mayo de 2012

LA MUERTE DE MI MADRE. EL AMULETO MISTICO,de Autobiografía de un Yogui, Paramahamsa Yogananda


El deseo más grande de mi madre era el de casar a mi hermano mayor.
“Cuando yo contemple la cara de la esposa de Ananta, diré que he encontrado el Paraíso en la tierra”.
Con frecuencia oía a mi madre pronunciar estas palabras con el sincero y arraigado sentimiento indio sobre la continuidad de la familia.
Yo tenía once años cuando se verificaron los esponsales de Ananta. Mi madre era feliz en Calcuta, supervisando los preparativos de la boda. Únicamente mi padre y yo habíamos permanecido en nuestra casa en Bareilly, en la parte Norte de la India, a donde mi padre había sido trasladado, después de haber permanecido dos años en Lahore.
Con anterioridad había yo presenciado el esplendor de los ritos nupciales de mis dos hermanas mayores, Roma y Uma, pero por tratarse de Ananta, el primogénito, los preparativos eran realmente meticulosos. Mi madre, en Calcuta, estaba recibiendo a los numerosos familiares que a diario llegaban de distintas partes. Ella los hospedaba en una amplia y cómoda casa que últimamente habíamos comprado, situada en el número 50 de la calle de Amherst. Todo estaba ya listo: golosinas del banquete, el engalanado trono en el cual mi hermano sería conducido a la casa de la novia, las hileras de luces multicolores, los enormes elefantes y camellos de cartón, así como las orquestas inglesas, escocesas e indias, los comediantes y los sacerdotes para la celebración de los antiguos ritos.
Mi padre y yo, con espíritu de fiesta, habíamos acordado ir a reunirnos con la familia en tiempo oportuno para la ceremonia nupcial. No obstante, poco antes del día solemne, tuve una siniestra visión.
Fue a medianoche, en Bareilly: dormía contiguo a la cama de mi padre, en el pórtico de nuestro bungalow, cuando desperté al agitarse el pabellón que cubría mi cama. Las endebles cortinas se abrieron y vi la forma amada de mi madre.
“Despierta a tu padre”. Su voz era sólo un susurro. “Tomen el primer tren que pasa hoy, a las cuatro de la mañana, y vengan rápidamente a Calcuta, si desean verme”.
La forma de la aparición se esfumó.
“¡Padre! ¡Padre! ¡Mi madre se está muriendo!” El terror en mi tono de voz lo despertó inmediatamente. Sollozando, le comuniqué las nuevas.
“No hagas caso de tus alucinaciones”. Mi padre, como de costumbre, dio su negativa a una nueva situación. “Tu madre está con excelente salud. Si recibimos algunas malas noticias, partiremos mañana”.
“Tú nunca te perdonarás el no haber partido luego”, la pena me hizo agregar
amargamente: “Ni yo te lo perdonaré”.
La mañana llegó melancólica, y con ella el aviso con claras y funestas frases: “Madre gravemente enferma. Boda pospuesta, vengan luego”.
Mi padre y yo salimos tristes y consternados. Uno de mis tíos vino a encontrarnos a una estación en donde teníamos que cambiar trenes. Un tren que retumbaba como trueno venía en nuestra dirección con telescópica rapidez. En mi confusión interna, una súbita determinación se aferró de mí, la de arrojarme bajo sus ruedas. Sintiéndome desposeído de mi madre no podía ya soportar un mundo absolutamente vacío para mí. Yo amaba a mi madre como el más querido amigo en la tierra. Sus hermosos y consoladores ojos negros habían sido siempre mi seguro refugio en todas las insignificantes tragedias de mi niñez.
 “¿Vive aún?” Me paré para hacer esta última pregunta.
“¡Por supuesto que vive!” El había comprendido en seguida la desesperación de mi rostro y de todo mi ser. Pero yo no le creí.
Cuando llegamos a nuestra casa en Calcuta, fue únicamente para confrontar el choque aterrador de la muerte. Sufrí un colapso y quedé como sin vida. Pasaron muchos años antes de que mi corazón se tranquilizara. Repiqueteando constantemente a las meras puertas del cielo mi llanto, por fin, consiguió obtener la atención de mi Madre Divina.
Sus palabras trajeron, por fin, el bálsamo que curó mis abiertas heridas:
“¡Soy yo la que he velado por ti vida tras vida, en la ternura de muchas madres! Ve en mi mirada los hermosos ojos que andas buscando”.
Mi padre y yo regresamos a Bareilly poco después de los ritos crematorios de la amada.
Todas las mañanas, temprano, hacía un paseo sentimental, conmemorativo, a un árbol frondoso (“sheoli”), que sombreaba el prado verde y oro que teníamos frente a nuestro bungalow. En raptos poéticos se me antojaba que las flores blancas del árbol se derramaban como para ofrendar voluntariamente una oración ante el altar del prado.
Con frecuencia, entre mis lágrimas mezcladas con gotas de rocío, observaba otra
extraña luz mundana que emergía del amanecer. Intensa ansiedad me asediaba
continuamente; y me sentía por Dios fuertemente atraído hacia los Himalayas.
Uno de mis primos, recién venido de un viaje de las montañas sagradas, me visitaba en Bareilly. Avidamente escuchaba sus relatos acerca de los yogis y swamis 1.
“Vamos huyendo a los Himalayas”. Esta sugestión, hecha un día a Dwarka Prasad, el joven hijo de nuestro casero en Bareilly, no le hizo mucha gracia y le reveló mi plan a mi hermano mayor, quien había venido a visitar a mi padre. Pero en lugar de sonreír con tolerancia por la ocurrencia poco práctica de un muchacho, mi hermano Ananta me ridiculizó acremente.
“¿Dónde está tu túnica anaranjada? Tú no podrás ser un swami sin ella”. Pero
inexplicablemente sus palabras me produjeron una gran alegría, pues me presentaron un cuadro en el que yo me veía peregrinando a través de la India, como un monje. Quizá despertaron memorias de una vida pasada. De cualquier manera, principié a ver con naturalidad que yo podría usar la túnica anaranjada de la orden monástica, tan antiguamente fundada.
Conversando una mañana con Dwarka, sentí tal amor por Dios, que parecía descender como una avalancha sobre mí. Mi amigo apenas escuchaba el torrente de mi elocuencia; pero yo, en cambio, estaba encantado de escucharme a mí mismo.
Esa tarde escapé hacia Naini Tal, al piélago de los Himalayas. Pero Ananta, resuelto a atraparme, me obligó a regresar, con gran tristeza de mi parte, a Bareilly. La única excursión que se me permitía hacer era mi paseo al amanecer, al frondoso árbol. Mi corazón lloraba por las madres idas, humanas o divinas.
La falta de mi madre en el seno del hogar fue irreparable. Mi padré no volvió a casarse, permaneció viudo durante el lapso que sobrevivió a mi madre, que fue casi de cuarenta años. Asumiendo el difícil papel de padre-madre de una pequeña familia, se volvió notablemente más cariñoso, más accesible. Con calma y visión resolvía él todos los problemas de la familia. Después de sus horas de oficina se retiraba como un ermitaño a la celda de su cuarto, en una dulce serenidad, a la práctica de Kriya Yoga. Mucho después de la muerte de mi madre traté de contratar los servicios de una enfermera inglesa, para que atendiera los detalles de la casa, para hacer así la vida a mi padre más cómoda y llevadera. Pero mi padre movió la cabeza negativamente.
“Los servicios para mí han terminado con la partida de tu madre”. Sus ojos profundos tenían una intensa devoción a lo que toda su vida había amado. “Yo no aceptaré servicios de ninguna otra mujer”.
Catorce meses después de la partida de mi madre, supe que ella me había dejado, antes de partir, un mensaje. Ananta estuvo presente al lado de su lecho de muerte y había escrito sus últimas palabras para mí. Aun cuando ella había recomendado que se me comunicara esto al año de su muerte, mi hermano lo había demorado, y estando él próximo para abandonar Bareilly para ir a Calcuta a casarse con la muchacha que mi madre le había escogido 2, una noche me mandó llamar a su lado.
“Mukunda, he permanecido reacio a comunicarte un extraño mensaje -la voz de Ananta tenía un sello de resignación-; mi temor era el que sirviera de aguijón a tus deseos de abandonar el hogar. Pero, de cualquier manera, estás revestido de un fervor divino.
Cuando últimamente interrumpí tu huída a los Himalayas, llegué a esta resolución: no debo posponer por más tiempo el cumplimiento de mi solemne promesa”. Y mi
hermano, entregándome una cajita, me dió el mensaje de mi madre, que decía: “Deja que estas palabras sean mi bendición postrera, mi amado hijo Mukunda.
“Ha llegado la hora en que debo relatarte algunos hechos fenoménicos que siguieron a tu nacimiento. Desde un principio supe lo definido de tu sendero. Cuando tú eras aún un niño de brazos, te llevé a la casa de mi gurú en Benares. Casi oculto detrás de una multitud de discípulos, apenas podía ver a Lahiri Mahasaya, que estaba sentado en profunda meditación.
“Mientras yo te arrullaba, oraba para que el gran gurú se fijara en nosotros y nos diera su bendición. Conforme mi súplica devocional y silenciosa crecía en intensidad, entreabrió sus ojos y me hizo señas para que me acercara. Los que le rodeaban se apartaron respetuosamente para darme paso. Yo le reverencié tocando sus santos pies.
Mi Maestro te sentó en sus piernas, colocando su mano sobre tu frente a guisa de
bautismo espiritual”.
“Madrecita, tu hijo será un yogui. Como un motor espiritual, él conducirá muchas almas al Reino de Dios”.
“Mi corazón se ensanchó de gozo al ver mi plegaria secreta concedida por medio del omnisciente gurú. Poco antes de tu nacimiento él me había dicho que tú seguirías su sendero.
“Después, hijo mío, tu visión de la Gran Luz fue conocida por mí y tu hermana Roma, ya que te contemplábamos desde la habitación contigua, cuando tú estabas sin movimiento en tu cama. Tu pequeña cara fue iluminada, tu voz resonó con firme resolución cuando hablaste de ir a los Himalayas en busca de lo Divino.
“Por estos medios, mi querido hijo, supe que tu sendero está más allá de la ambiciones mundanas.
“El acontecimiento más extraordinario de mi vida me trajo aún mayor confirmación,
acontecimiento que ahora, en mi lecho de muerte, me obliga a darte este mensaje:
“Fue una entrevista con un sabio en Punjab, mientras nuestra familia vivía en Lahore.
Una mañana, precipitadamente, entró a mi habitación el mozo”.
“Señora, un extraño “sadhu” 3 está aquí e insiste en ver a la madre de Mukunda”.
“Estas sencillas palabras tocaron una cuerda sensible dentro de mí. Salí en seguida a saludar al visitante. Inclinándome en reverencia a sus pies presentí que ante mí estaba un hombre de Dios”.
“Madre -dijo-, los grandes maestros desean que tú sepas que tu estancia en la tierra no será larga. Tu próxima enfermedad será la última”.
(Cuando supe por estas palabras que mi madre tenía conocimiento de su corta vida, comprendí por primera vez por qué ella tenía tanta insistencia en acelerar los planes para el casamiento de Ananta. Aunque ella murió antes de la boda, su deseo natural y material era el de presenciar la ceremonia).
“Hubo un silencio, durante el cual no sentí ningún temor, sino sólo una inmensa
vibración de paz. Finalmente, me volvió a hablar”.
“Usted deberá ser la guardiana de cierto amuleto de plata. Yo no se lo daré ahora, hoy; pero a fin de demostrar a usted la veracidad de mis palabras, el talismán se materializará en sus manos, mañana, cuando esté usted meditando. A la hora de su muerte, usted deberá dar instrucciones a su hijo mayor, Ananta, para que conserve el amuleto por un año, y después de este tiempo se lo entregue a su segundo hijo. Mukunda comprenderá el significado del talismán de los Grandes. El deberá recibirlo cuando ya sea el tiempo y esté listo para renunciar a todas las cosas terrenas y principiar su búsqueda vital por Dios. Cuando él haya retenido el amuleto por algunos años, y ya éste haya servido a su objeto, desaparecerá, aun cuando esté guardado en el más secreto lugar, y regresará a su lugar de procedencia”.
“Brindé algunas ofrendas 4 al santo y lo reverencié inclinándome con toda devoción.
Sin aceptar mis ofrendas, partió, dándome su bendición. A la noche siguiente, cuando sentada con mis manos dobladas en la posición usual de meditación, un amuleto de plata se materializó entre las palmas de mis manos, tal como el sadhu lo había dicho. Se hizo manifiesto por su peso y lo liso y frío al tacto. Celosamente lo he guardado por más de dos años, y ahora lo dejo bajo la custodia de Ananta. No estés triste por mi partida, ya que yo seré introducida por mi gran gurú en los brazos del infinito. Hasta luego, mi querido hijo, la Madre Cósmica te protegerá”.
Una ráfaga de iluminación se apoderó de mí con la posesión del amuleto. Muchos
recuerdos adormecidos se avivaron. El talismán, redondo, auténticamente antiguo,
estaba cubierto con caracteres sánscritos. Comprendía que procedía de maestros de vidas pasadas, quienes invisiblemente guiaban mis pasos. Había una significación más, pero uno no puede revelar completamente todo lo interno de un amuleto.
De cómo el talismán se evaporó finalmente, en medio de unas circunstancias bien
desgraciadas de mi vida, y cómo su pérdida era el heraldo de la obtención de un gurú, no puede decirse en este capítulo.
Pero este muchacho, frustrado en sus intentos de llegar a los Himalayas, diariamente viajó lejos en las alas de su amuleto.

de AUTOBIOGRAFÍA DE UN YOGUI, Paramahamsa Yogananda
Notas al margen:
1- La raíz sánscrita de Swami es “El que es uno mismo con su Ser” (Swa). Se aplica a
una orden de monjes de la India, título que tiene el significado de “El reverendo”.
2- Costumbre hindú, según la cual los padres escogen la compañera de toda la vida,
para sus hijos, ha resistido los embates del tiempo. En la India el porcentaje de
matrimonios felices es muy grande.
3- Anacoreta: uno que practica Sadhana o un sendero de disciplina espiritual.
4- Una costumbre de gentil respeto a los “sadhus”