El deseo más grande de mi madre era el de casar a mi hermano mayor.
“Cuando yo contemple la cara de la esposa de Ananta, diré que he encontrado el Paraíso en la tierra”.
Con frecuencia oía a mi madre pronunciar estas palabras con el sincero y arraigado sentimiento indio sobre la continuidad de la familia.
Yo tenía once años cuando se verificaron los esponsales de Ananta. Mi madre era feliz en Calcuta, supervisando los preparativos de la boda. Únicamente mi padre y yo habíamos permanecido en nuestra casa en Bareilly, en la parte Norte de la India, a donde mi padre había sido trasladado, después de haber permanecido dos años en Lahore.
Con anterioridad había yo presenciado el esplendor de los ritos nupciales de mis dos hermanas mayores, Roma y Uma, pero por tratarse de Ananta, el primogénito, los preparativos eran realmente meticulosos. Mi madre, en Calcuta, estaba recibiendo a los numerosos familiares que a diario llegaban de distintas partes. Ella los hospedaba en una amplia y cómoda casa que últimamente habíamos comprado, situada en el número 50 de la calle de Amherst. Todo estaba ya listo: golosinas del banquete, el engalanado trono en el cual mi hermano sería conducido a la casa de la novia, las hileras de luces multicolores, los enormes elefantes y camellos de cartón, así como las orquestas inglesas, escocesas e indias, los comediantes y los sacerdotes para la celebración de los antiguos ritos.
Mi padre y yo, con espíritu de fiesta, habíamos acordado ir a reunirnos con la familia en tiempo oportuno para la ceremonia nupcial. No obstante, poco antes del día solemne, tuve una siniestra visión.
Fue a medianoche, en Bareilly: dormía contiguo a la cama de mi padre, en el pórtico de nuestro bungalow, cuando desperté al agitarse el pabellón que cubría mi cama. Las endebles cortinas se abrieron y vi la forma amada de mi madre.
“Despierta a tu padre”. Su voz era sólo un susurro. “Tomen el primer tren que pasa hoy, a las cuatro de la mañana, y vengan rápidamente a Calcuta, si desean verme”.
La forma de la aparición se esfumó.
“¡Padre! ¡Padre! ¡Mi madre se está muriendo!” El terror en mi tono de voz lo despertó inmediatamente. Sollozando, le comuniqué las nuevas.
“No hagas caso de tus alucinaciones”. Mi padre, como de costumbre, dio su negativa a una nueva situación. “Tu madre está con excelente salud. Si recibimos algunas malas noticias, partiremos mañana”.
“Tú nunca te perdonarás el no haber partido luego”, la pena me hizo agregar
amargamente: “Ni yo te lo perdonaré”.
La mañana llegó melancólica, y con ella el aviso con claras y funestas frases: “Madre gravemente enferma. Boda pospuesta, vengan luego”.
Mi padre y yo salimos tristes y consternados. Uno de mis tíos vino a encontrarnos a una estación en donde teníamos que cambiar trenes. Un tren que retumbaba como trueno venía en nuestra dirección con telescópica rapidez. En mi confusión interna, una súbita determinación se aferró de mí, la de arrojarme bajo sus ruedas. Sintiéndome desposeído de mi madre no podía ya soportar un mundo absolutamente vacío para mí. Yo amaba a mi madre como el más querido amigo en la tierra. Sus hermosos y consoladores ojos negros habían sido siempre mi seguro refugio en todas las insignificantes tragedias de mi niñez.
“¿Vive aún?” Me paré para hacer esta última pregunta.
“¡Por supuesto que vive!” El había comprendido en seguida la desesperación de mi rostro y de todo mi ser. Pero yo no le creí.
Cuando llegamos a nuestra casa en Calcuta, fue únicamente para confrontar el choque aterrador de la muerte. Sufrí un colapso y quedé como sin vida. Pasaron muchos años antes de que mi corazón se tranquilizara. Repiqueteando constantemente a las meras puertas del cielo mi llanto, por fin, consiguió obtener la atención de mi Madre Divina.
Sus palabras trajeron, por fin, el bálsamo que curó mis abiertas heridas:
“¡Soy yo la que he velado por ti vida tras vida, en la ternura de muchas madres! Ve en mi mirada los hermosos ojos que andas buscando”.
Mi padre y yo regresamos a Bareilly poco después de los ritos crematorios de la amada.
Todas las mañanas, temprano, hacía un paseo sentimental, conmemorativo, a un árbol frondoso (“sheoli”), que sombreaba el prado verde y oro que teníamos frente a nuestro bungalow. En raptos poéticos se me antojaba que las flores blancas del árbol se derramaban como para ofrendar voluntariamente una oración ante el altar del prado.
Con frecuencia, entre mis lágrimas mezcladas con gotas de rocío, observaba otra
extraña luz mundana que emergía del amanecer. Intensa ansiedad me asediaba
continuamente; y me sentía por Dios fuertemente atraído hacia los Himalayas.
Uno de mis primos, recién venido de un viaje de las montañas sagradas, me visitaba en Bareilly. Avidamente escuchaba sus relatos acerca de los yogis y swamis 1.
“Vamos huyendo a los Himalayas”. Esta sugestión, hecha un día a Dwarka Prasad, el joven hijo de nuestro casero en Bareilly, no le hizo mucha gracia y le reveló mi plan a mi hermano mayor, quien había venido a visitar a mi padre. Pero en lugar de sonreír con tolerancia por la ocurrencia poco práctica de un muchacho, mi hermano Ananta me ridiculizó acremente.
“¿Dónde está tu túnica anaranjada? Tú no podrás ser un swami sin ella”. Pero
inexplicablemente sus palabras me produjeron una gran alegría, pues me presentaron un cuadro en el que yo me veía peregrinando a través de la India, como un monje. Quizá despertaron memorias de una vida pasada. De cualquier manera, principié a ver con naturalidad que yo podría usar la túnica anaranjada de la orden monástica, tan antiguamente fundada.
Conversando una mañana con Dwarka, sentí tal amor por Dios, que parecía descender como una avalancha sobre mí. Mi amigo apenas escuchaba el torrente de mi elocuencia; pero yo, en cambio, estaba encantado de escucharme a mí mismo.
Esa tarde escapé hacia Naini Tal, al piélago de los Himalayas. Pero Ananta, resuelto a atraparme, me obligó a regresar, con gran tristeza de mi parte, a Bareilly. La única excursión que se me permitía hacer era mi paseo al amanecer, al frondoso árbol. Mi corazón lloraba por las madres idas, humanas o divinas.
La falta de mi madre en el seno del hogar fue irreparable. Mi padré no volvió a casarse, permaneció viudo durante el lapso que sobrevivió a mi madre, que fue casi de cuarenta años. Asumiendo el difícil papel de padre-madre de una pequeña familia, se volvió notablemente más cariñoso, más accesible. Con calma y visión resolvía él todos los problemas de la familia. Después de sus horas de oficina se retiraba como un ermitaño a la celda de su cuarto, en una dulce serenidad, a la práctica de Kriya Yoga. Mucho después de la muerte de mi madre traté de contratar los servicios de una enfermera inglesa, para que atendiera los detalles de la casa, para hacer así la vida a mi padre más cómoda y llevadera. Pero mi padre movió la cabeza negativamente.
“Los servicios para mí han terminado con la partida de tu madre”. Sus ojos profundos tenían una intensa devoción a lo que toda su vida había amado. “Yo no aceptaré servicios de ninguna otra mujer”.
Catorce meses después de la partida de mi madre, supe que ella me había dejado, antes de partir, un mensaje. Ananta estuvo presente al lado de su lecho de muerte y había escrito sus últimas palabras para mí. Aun cuando ella había recomendado que se me comunicara esto al año de su muerte, mi hermano lo había demorado, y estando él próximo para abandonar Bareilly para ir a Calcuta a casarse con la muchacha que mi madre le había escogido 2, una noche me mandó llamar a su lado.
“Mukunda, he permanecido reacio a comunicarte un extraño mensaje -la voz de Ananta tenía un sello de resignación-; mi temor era el que sirviera de aguijón a tus deseos de abandonar el hogar. Pero, de cualquier manera, estás revestido de un fervor divino.
Cuando últimamente interrumpí tu huída a los Himalayas, llegué a esta resolución: no debo posponer por más tiempo el cumplimiento de mi solemne promesa”. Y mi
hermano, entregándome una cajita, me dió el mensaje de mi madre, que decía: “Deja que estas palabras sean mi bendición postrera, mi amado hijo Mukunda.
“Ha llegado la hora en que debo relatarte algunos hechos fenoménicos que siguieron a tu nacimiento. Desde un principio supe lo definido de tu sendero. Cuando tú eras aún un niño de brazos, te llevé a la casa de mi gurú en Benares. Casi oculto detrás de una multitud de discípulos, apenas podía ver a Lahiri Mahasaya, que estaba sentado en profunda meditación.
“Mientras yo te arrullaba, oraba para que el gran gurú se fijara en nosotros y nos diera su bendición. Conforme mi súplica devocional y silenciosa crecía en intensidad, entreabrió sus ojos y me hizo señas para que me acercara. Los que le rodeaban se apartaron respetuosamente para darme paso. Yo le reverencié tocando sus santos pies.
Mi Maestro te sentó en sus piernas, colocando su mano sobre tu frente a guisa de
bautismo espiritual”.
“Madrecita, tu hijo será un yogui. Como un motor espiritual, él conducirá muchas almas al Reino de Dios”.
“Mi corazón se ensanchó de gozo al ver mi plegaria secreta concedida por medio del omnisciente gurú. Poco antes de tu nacimiento él me había dicho que tú seguirías su sendero.
“Después, hijo mío, tu visión de la Gran Luz fue conocida por mí y tu hermana Roma, ya que te contemplábamos desde la habitación contigua, cuando tú estabas sin movimiento en tu cama. Tu pequeña cara fue iluminada, tu voz resonó con firme resolución cuando hablaste de ir a los Himalayas en busca de lo Divino.
“Por estos medios, mi querido hijo, supe que tu sendero está más allá de la ambiciones mundanas.
“El acontecimiento más extraordinario de mi vida me trajo aún mayor confirmación,
acontecimiento que ahora, en mi lecho de muerte, me obliga a darte este mensaje:
“Fue una entrevista con un sabio en Punjab, mientras nuestra familia vivía en Lahore.
Una mañana, precipitadamente, entró a mi habitación el mozo”.
“Señora, un extraño “sadhu” 3 está aquí e insiste en ver a la madre de Mukunda”.
“Estas sencillas palabras tocaron una cuerda sensible dentro de mí. Salí en seguida a saludar al visitante. Inclinándome en reverencia a sus pies presentí que ante mí estaba un hombre de Dios”.
“Madre -dijo-, los grandes maestros desean que tú sepas que tu estancia en la tierra no será larga. Tu próxima enfermedad será la última”.
(Cuando supe por estas palabras que mi madre tenía conocimiento de su corta vida, comprendí por primera vez por qué ella tenía tanta insistencia en acelerar los planes para el casamiento de Ananta. Aunque ella murió antes de la boda, su deseo natural y material era el de presenciar la ceremonia).
“Hubo un silencio, durante el cual no sentí ningún temor, sino sólo una inmensa
vibración de paz. Finalmente, me volvió a hablar”.
“Usted deberá ser la guardiana de cierto amuleto de plata. Yo no se lo daré ahora, hoy; pero a fin de demostrar a usted la veracidad de mis palabras, el talismán se materializará en sus manos, mañana, cuando esté usted meditando. A la hora de su muerte, usted deberá dar instrucciones a su hijo mayor, Ananta, para que conserve el amuleto por un año, y después de este tiempo se lo entregue a su segundo hijo. Mukunda comprenderá el significado del talismán de los Grandes. El deberá recibirlo cuando ya sea el tiempo y esté listo para renunciar a todas las cosas terrenas y principiar su búsqueda vital por Dios. Cuando él haya retenido el amuleto por algunos años, y ya éste haya servido a su objeto, desaparecerá, aun cuando esté guardado en el más secreto lugar, y regresará a su lugar de procedencia”.
“Brindé algunas ofrendas 4 al santo y lo reverencié inclinándome con toda devoción.
Sin aceptar mis ofrendas, partió, dándome su bendición. A la noche siguiente, cuando sentada con mis manos dobladas en la posición usual de meditación, un amuleto de plata se materializó entre las palmas de mis manos, tal como el sadhu lo había dicho. Se hizo manifiesto por su peso y lo liso y frío al tacto. Celosamente lo he guardado por más de dos años, y ahora lo dejo bajo la custodia de Ananta. No estés triste por mi partida, ya que yo seré introducida por mi gran gurú en los brazos del infinito. Hasta luego, mi querido hijo, la Madre Cósmica te protegerá”.
Una ráfaga de iluminación se apoderó de mí con la posesión del amuleto. Muchos
recuerdos adormecidos se avivaron. El talismán, redondo, auténticamente antiguo,
estaba cubierto con caracteres sánscritos. Comprendía que procedía de maestros de vidas pasadas, quienes invisiblemente guiaban mis pasos. Había una significación más, pero uno no puede revelar completamente todo lo interno de un amuleto.
De cómo el talismán se evaporó finalmente, en medio de unas circunstancias bien
desgraciadas de mi vida, y cómo su pérdida era el heraldo de la obtención de un gurú, no puede decirse en este capítulo.
Pero este muchacho, frustrado en sus intentos de llegar a los Himalayas, diariamente viajó lejos en las alas de su amuleto.
de AUTOBIOGRAFÍA DE UN YOGUI, Paramahamsa Yogananda
Notas al margen:1- La raíz sánscrita de Swami es “El que es uno mismo con su Ser” (Swa). Se aplica a
una orden de monjes de la India, título que tiene el significado de “El reverendo”.
2- Costumbre hindú, según la cual los padres escogen la compañera de toda la vida,
para sus hijos, ha resistido los embates del tiempo. En la India el porcentaje de
matrimonios felices es muy grande.
3- Anacoreta: uno que practica Sadhana o un sendero de disciplina espiritual.
4- Una costumbre de gentil respeto a los “sadhus”
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