“Por favor, permítame que marche a los Himalayas. Espero adquirir, en medio de una soledad imperturbable, una comunión divina ininterrumpida”. En cierta ocasión dirigí estas ingratas palabras a mi Maestro. A tenaceado por una de esas inexplicables desilusiones que de vez en cuando asaltaban al discípulo, sentí una creciente impaciencia con los deberes cotidianos de la ermita y los estudios en el colegio. La única circunstancia atenuante es que esta proposición se la hice a mi Maestro cuando apenas llevaba seis meses de estar con Sri Yukteswar y aún no había comprendido lo inconmensurable de su estatura espiritual.
“Muchos hombres viven en las montañas de los Himalayas y, sin embargo, no tienen la percepción de Dios”. La contestación de mi Maestro vino lenta y sencilla. “La sabiduría se busca mejor al través de un hombre de realización, que al través de una montaña”.
Pasando por alto la insinuación clara de mi Maestro que él y no una montaña era mi instructor, volví a repetir mi súplica. Sri Yukteswar no me dio ninguna contestación y yo tomé su silencio como un tácito consentimiento, una interpretación precaria que se acepta para la propia conveniencia.
Esa noche, en mi casa de Calcuta, estuve atareado con los preparativos del viaje.
Amarré algunos artículos en el interior de una cobija, recordando al hacerlo un bulto similar arrojado a hurtadillas por la venta de mi buhardilla, unos cuantos años antes, y pensando si este nueve viaje, sería también sólo una nueva escapatoria de mala surte hacia los Himalayas. La primera vez mi gozo espiritual era exaltado; pero esa noche me sentía apenado a la sola idea de dejar a mi gurú.
A la mañana siguiente busqué al pandita Behari, mi profesor de sánscrito en el Scottish Church College.
- Señor, usted me ha hablado de su amistad con un gran discípulo de Lahiri Mahasaya.
Por favor, deme usted su dirección.
- ¿Usted se refiere a Ram Gopal Muzumdar? Yo le llamo “el santo que no duerme”, pues está siempre despierto, en conciencia extática. Su casa está en Ranbajpur, cerca de Tarakeswar.
Le di las gracias y tomé inmediatamente el tren para Tarakeswar. Esperaba silenciar mi conciencia obteniendo una sanción del “santo que no duerme”, para concentrarme en meditación solitaria en los Himalayas. El amigo de Behari, según supe, había recibido la iluminación después de muchos años de práctica de Kriya Yoga en las aisladas cuevas.
En Tarakeswar me aproximé a un famoso santuario que los hindúes veneran y
consideran lo mismo que los católicos el santuario de Lourdes, en Francia.
Innumerables milagros han ocurrido en Tarakeswar, incluyendo entre ellos uno hecho a un miembro de mi familia. La mayor de mis tías me dijo: “Yo me senté en el templo durante una semana, observando un ayuno completo, orando por el alivio de tu tío Sarada, de un mal crónico que le aquejaba. En el séptimo día, una hierba se materializó en mis manos. La maceré e hice un té para tu tío. Su mal desapareció inmediatamente y nunca más ha vuelto a aparecer”.
Entré a la capilla del santuario de Tarakeswar. El altar no contiene nada más que una piedra redonda. Su circunferencia, sin principio y sin fin, es una representación significativa del Infinito. Las abstracciones cósmicas no son difíciles aun a los más humildes campesinos hindúes, que han sido acusados por los occidentales de vivir de puras abstracciones.
Mi actitud en aquel instante era tan austera que no me sentí inclinado a reverenciar el símbolo de piedra. Dios debe buscarse, pensé, únicamente dentro del alma.
Abandoné el templo sin hacer siquiera una genuflexión, y airosamente salí de él hacia la Villa de Ranbajpur. Mi llamada a un transeúnte para orientarme causó en él una larga reflexión: “Cuando llegue usted a la encrucijada de un camino, tome su derecha y siga caminando”, dijo por fin, con aire de oráculo.
Obedeciendo sus instrucciones, vagué a lo largo de los bancos de un canal. La oscuridad se aproximaba; los suburbios del villorrio estaban llenos de luciérnagas, así como de aullidos de chacales que por ahí merodeaban. La luz de la luna era demasiado tenue para darme alguna seguridad, y así seguí tropezando durante dos horas.
Por fin, con alegría, escuché el tintineo de un cencerro, y a mis repetidos gritos se
presentó un campesino.
- Ando buscando a Ram Gopal Babu.
- Ninguna persona de ese nombre vive en esta villa. -Su tono de voz era seguro-.
Probablemente es usted un detective mentiroso.
Tratando de acallar las sospechas de su perspicacia política conturbada,
persuasivamente le expliqué mi difícil situación. Entonces me condujo a su casa y me concedió su amable hospitalidad.
- Ranbajpur está lejos de aquí -me dijo-. En el cruce de los caminos debió usted tomar a la izquierda y no a la derecha.
Con gran tristeza pensé que mi primer informante era desde luego una verdadera
amenaza para los caminantes. Después de una cena con arroz, lentejas dhal y curry con papas y plátanos crudos, me retiré a una pequeña choza adjunta al huerto. A lo lejos los campesinos de la villa cantaban, acompañados del grave son de las “mridangas”1 y címbalos. Esa noche el sueño fue inconciliable. Oré fervientemente por ser conducido al secreto yogi Ram Gopal.
Tan pronto como los primeros rayos del alba penetraron por los intersticios de mi
oscura morada, me levanté para seguir mi camino a Ranbajpur. Atravesando por campos de arroz recién cortado, tropecé con espinos y montículos de barro seco. De vez en cuando me encontraba con algún campesino, quien invariablemente me informaba que mi meta final distaba únicamente una “krosha” (dos millas). En seis horas el sol había viajado victoriosamente del horizonte hasta el meridiano; pero yo principiaba a sentir que siempre me hallaría distante de Ranbajpur por una krosha.
Al mediodía mi mundo seguía siendo un campo de arroz interminable. El calor, cayendo de un cielo inclemente, me iba aproximando a un inevitable colapso. Como viera venir a un hombre de aspecto y paso mesurados, apenas me atreví a hacerle la tan repetida pregunta, por temor de recibir la siempre monótona contestación: “Sólo una krosha”.
El caminante se detuvo a mi lado. Era ligero y corto de cuerpo, físicamente sin
importancia, con excepción de sus hermosos ojos oscuros y penetrantes.
“Había pensando abandonar Ranbajpur, pero el objeto de tu visita es bueno y decidí esperarte”. Y tronando sus dedos en mi sorprendida cara, me dijo: “¿No eres lo suficientemente listo para darte cuenta que sin previo anuncio tú no podrías encontrarme qué, señorito, no reverenció al Infinito en el símbolo de piedra que vio usted ayer en el templo de Tarakeswar? 2. Su orgullo ha sido castigado por el caminante que le dio una mala dirección, ya que él no quería molestarse en hacer distinciones entre la derecha y la izquierda. ¡Y hoy ha tenido un día bastante desagradable!”.
De todo corazón estuve de acuerdo, maravillosamente sorprendido de que un ojo
omnisciente se ocultara tras un cuerpo tan insignificante, como el que estaba ante mí.
Una energía curativa fluía del cuerpo de aquel yogui, pues inmediatamente me sentí refrescado y vigorizado en medio de aquel campo ardiente.
“El devoto se inclina a creer que su sendero hacia Dios es el único”, dijo. “Yoga, al
través de la cual la divinidad es hallada dentro, es, indudablemente, el sendero más elevado, como nos lo ha dicho Lahiri Mahasaya. Pero al descubrir al Señor en nosotros, pronto lo percibimos en el exterior. Los santuarios de Tarakeswar y los de cualquier otra parte, son justamente venerados como centros nucleares del poder espiritual”.
La actitud censora del santo se desvaneció; sus ojos se suavizaron compasivamente y me dio unos golpecitos en el hombro.
“Joven yogui, ya veo que usted está huyendo de su Maestro. El tiene todo lo que usted necesita. Usted debe regresar a él. Las montañas no pueden ser su gurú” Ram Gopal repetía el mismo pensamiento que Sri Yukteswar había expresado durante nuestra última entrevista.
“Los Maestros no están bajo ninguna compulsión cósmica que limite su residencia”. Mi acompañante me miró inquisitivamente. “Los Himalayas de la India y del Tíbet no tienen ningún monopolio de santos. Lo que uno no se preocupa en hallar dentro de sí, no puede ser descubierto transportando del cuerpo de acá para allá. Tan pronto como el devoto quiere ir al fin del mundo por su iluminación espiritual, su gurú se le aparece cerca”.
Lo reconocí en silencio, recordando mi plegaria en la ermita de Benares, seguida por el encuentro con Sri Yukteswar, en el concurrido barrio de Benares.
“¿Puede usted disponer de un cuarto pequeño, en donde pueda cerrar la puerta y estar solo?”
“Sí”. Comprendí luego que el santo descendía de lo general a lo particular con una
velocidad desconcertante.
“Esa es su Cueva”. El yogi me lanzó una mirada de iluminación que nunca he olvidado.
“Esa es su montaña sagrada. Allí es donde encontrará el reino de Dios”.
Sus sencillas palabras desvanecieron inmediatamente mi larga obsesión por los
Himalayas. En medio de un abrasador campo arrocero, desperté de mis encumbrados sueños de montes nevados.
“Joven, su sed por lo divino es muy laudable. Siento un gran cariño por usted”. Ram Gopal me tomó de la mamo y me condujo a una cercana aldehuela. Las casas de adobe estaban techadas con hojas de palma y adornadas con rústicas entradas.
El santo me hizo sentar bajo una umbrosa plataforma de bambú de su pequeño huerto.
Después de darme jugo de lima endulzado y un pedazo de azúcar cande, entró a su patio y asumió la postura del loto. Como a las cuatro horas abrí los meditativos ojos y vi la monolítica figura del yogi que aún seguía inmutable. Mientras yo estaba recordando a mi estómago que el hombre no sólo de pan vive, Ram Gopal se aproximó a mí.
“Ya veo que está usted hambriento; la comida estará lista pronto”. El fuego fue
encendido en un horno de barro en el patrio, y arroz y dhal me fueron pronto servidos en grandes hojas de plátano. Mi anfitrión rehusó cortésmente mi ayuda para atender los menesteres de cocina. “El huésped es Dios”, es un proverbio hindú que desde tiempo inmemorial ha sido devotamente observado. En mis recientes viajes por el mundo, me ha encantado ver que se sigue el mismo respeto para los viajeros en diferentes países. El habitante de la gran ciudad encuentra, sin embargo, bastante mellada esta hospitalidad por la superabundancia de caras nuevas cada día. Los emporios humanos me parecían remotos y oscuros en tanto me sentaba al lado del yogui en aquella pequeña y aislada aldehuela. La habitación de la casa era misteriosa por su atenuada y suave luz. Ram Gopal arregló algunos cobertores rotos en el piso para que me sirvieran de cama; y él mismo se sentó en una estera de paja. Abrumado por su enorme magnetismo espiritual, me aventuré a hacerle una súplica. “Señor, ¿por qué no me concedes el “samadhi”?
“Querido mío, con gusto le concedería el divino contacto, pero no está en mi mano
hacerlo”. El santo me vio con entrecerrados ojos. “Su maestro le concederá esa
experiencia pronto. Su cuerpo no está todavía lo suficientemente afinado, a tono; así como una pequeña lámpara no puede resistir un voltaje excesivo, así sus nervios no están todavía preparados para la corriente cósmica. Si yo le diera el éxtasis infinito ahora, se quemaría como si cada célula suya alzara llama. “Usted está pidiéndome la iluminación a mí -continuó el yogui a media voz-, mientras que yo me pregunto, en mi insignificancia, y con las pequeñas meditaciones que he hecho, si habré logrado agradar a Dios y qué mérito puedo encontrar ante sus ojos, al recuento final”. “Pero, Señor, ¿no ha estado usted buscando a Dios sincera concienzudamente por largo tiempo?”.
“No he hecho mucho. Behari debe haberle dicho algo de mi vida. Durante veinte años ocupé una gruta secreta, meditando dieciocho horas seguidas. Luego me fui a una cueva inaccesible y permanecí allí por veinticinco años, entrando en unión yogística por veinticuatro horas diarias. No necesitaba dormir, porque estaba siempre con Dios. Mi cuerpo estaba más descansado y en completa calma en la supraconsciencia, de lo que puede estarse en el ordinario estado subconsciente”.
“Los músculos se relajan durante el sueño, pero el corazón, los pulmones y el sistema circulatorio siguen en constante trabajo. Estos no descansan. En el estado de supraconsciencia, los órganos internos permanecen en un estado de suspensión, electrizados por la energía cósmica. Por este medio he encontrado innecesario dormir desde hace años. Tiempo llegará en que usted también hará caso omiso del sueño”.
“¡Santo cielo! ¿Usted ha meditado por tan largo tiempo y todavía no está seguro del favor de Dios? -Le miré asombrado-. Entonces, ¿qué nos queda a nosotros, pobres mortales?”.
“Bien; pero ¿no ve usted, mi querido joven, que Dios es la Eternidad misma?. Pretender que uno pude conocerle a El plenamente por cuarenta y cinco años de meditación es como formularse una expectación a posteriori. Babaji nos asegura, desde luego, que aun una pequeña meditación lo salva a uno del terrible temor a la muerte y de los estados post-mortem. No fije su ideal espiritual en una pequeña montaña; fíjelo en la estrella de la inclasificada realización de lo divino. Si usted trabaja con tesón, lo conseguirá, sin duda”.
Conmovido por lo que me decía, le supliqué que me diese mayor luz. Entonces me
contó una maravillosa anécdota con relación a su primer encuentro con el maestro de Lahiri Mahasaya: Babaji 3.
Cerca de la medianoche, Ram Gopal entró en silencio y yo me acosté sobre los
cobertores. Cerré los ojos y comencé a ver ráfagas relampagueantes; todo mi vasto espacio interior era una cámara de luz radiante. Abrí los ojos y observé la misma radiación deslumbradora. La habitación se tornó en una infinita cámara, como la que mirase en la interna visión.
“-¿Por qué no se duerme?”
“-Pero, Señor, ¿cómo podría dormir en presencia de ese relampaguear cegante, ya tenga los ojos cerrados o abiertos?
“-Bendito eres tú con esta experiencia; las radiaciones espirituales no se ven
fácilmente”. El santo agregó unas palabras más de afecto.
Al amanecer, Ram Gopal me dio cande en trozos y me dijo que debería partir. Sentía tanto tener que abandonarlo, que no pude evitar que las lágrimas surcaran mis mejillas.
“No dejaré que te marchas con las manos vacías”, y añadió tiernamente: “haré algo por ti”.
Sonrió y me miró fijamente; yo permanecí clavado a la tierra, y una gran calma me
circundaba, como si una poderosa creciente me entrase por los ojos. Instantáneamente fui curado de mi dolor en la espalda, el cual me venía atormentando intermitentemente por años. Renovado y bañado en un océano de gozo luminoso, ya no lloré. Después de tocar los pies del Santo, salté a la jungla, abriéndome camino por entre la tropical maleza hasta llegar a Tarakeswar.
Allí hice una segunda peregrinación al famoso santuario y me arrodillé con fervor ante el altar. La piedra redonda se agrandó ante mi visión interna, hasta que se convirtió en la esfera cósmica, anillo tras anillo, zona tras zona, toda saturada de divinidad.
Una hora después tomé el tren alegremente para Calcuta. Mis viajes terminaron, no en las vastas montañas, sino en la himaláyicas presencia de mi Maestro.
Notas al márgen:
1 Tambores tocados con las manos y usados únicamente para música devota.
2 Esto nos recuerda la observación de Dostoiewski: “El hombre que no se inclina ante nada, no podrá soportar nunca la carga de sí mismo”.
3 Véase páginas 297-300 (capitulo XXXIV )
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