Considerando conveniente abandonar cuando antes Hardwar
compramos boletos para proseguir nuestro viaje hacia el Norte, hasta Rishikesh,
una tierra santificada largamente por los pies de los maestros. Yo había
abordado el tren, mientras Aman seguía en la plataforma. Este fue abruptamente
parado por el ¡alto! de un policía. Nuestro inoportuno guardián nos condujo al
bungalow de la estación y se hizo cargo del dinero que llevábamos. Cortésmente
nos explicó que era su obligación detenernos allí hasta que mi hermano mayor
llegase.
Conociendo que el destino de ambos truhanes eran los Himalayas, el oficial nos relató una extraña historia:
“¡Ya veo que ustedes andan locos por los santos! Pero nunca tropezaran con un hombre de Dios como el que yo vi hace poco. Mi hermano oficial y yo lo encontramos por primera vez hace cinco días. Estábamos patrullando el Ganges en cuidadosa vigilancia de cierto asesino. Nuestras instrucciones eran de capturarlo vivo o muerto. Se sabía que andaba disfrazado de sadhu para robar con mayor facilidad a los peregrinos. A corta distancia de nosotros sorprendimos a un hombre cuyas señales coincidían con la descripción del criminal. No hizo caso cuando le ordenamos detenerse, y entonces corrimos tras él, y acercándonos por las espalda, con el hacha le di con tremenda fuerza.
El brazo del hombre quedó arrancado casi completamente. Sin proferir un grito ni mirar siquiera a la tremenda herida, el desconocido continuó, ante nuestro asombro, su rápido paso. Cuando saltamos delante de él para interceptarle el paso, con calma nos dijo: “Yo no soy el asesino que ustedes andan buscando”. “Yo estaba profundamente mortificado al ver que había herido a un hombre de presencia divina, a un sabio. Postrándome a sus pies, imploré su perdón y le ofrecí la tela de mi turbante para restañar y cubrir la enorme herida de que manaba abundante sangre”. “Hijo mío, eso no es más que un error muy explicable de tu parte”. El santo me miraba amablemente. “Sigue tu camino y no te reconvengas ni apenes por lo que has hechos. La Madre Divina cuida de mí”. Agarró el brazo colgante y lo colocó en su sitio y ¿¡oh milagro!, el brazo quedó adherido e inexplicablemente la sangre dejó de fluir. "Ven a verme bajo aquel árbol dentro de tres días y me encontrarás completamente curado. Así no tendrás más remordimientos”.
“Ayer, mi compañero y yo fuimos ansiosamente al sitio que él nos había designado. El sadhu estaba allí y nos permitió que le examináramos el brazo. ¡Este no mostraba ninguna señal o cicatriz de herida! “Voy por la vía de Rishikesh a los solitarios Himalayas”. Nos bendijo y partió rápidamente. Hoy siento que mi vida se ha elevado espiritualmente merced a su santidad"
El policía terminó su narración con una exclamación piadosa: aquella experiencia le había conmovido más allá de sus capacidades. Con significativo gesto de importancia, me dio, para que lo leyera, el recorte de un diario en donde se narraba el milagro. Con el pomposo estilo de los periódicos sensacionales (¡que no faltan tampoco en la India!), la versión del reportero aparecía bastante exagerada, indicando que el sadhu había sido poco menos que decapitado.
Amar y yo sentimos mucho no haber conocido a ese gran yogi que perdonara a sus perseguidores de tan cristiana manera. La India, materialmente pobre en las dos últimas centurias, tiene, sin embargo, un tesoro inagotable de riqueza divina. Espirituales “rascacielos” pueden ocasionalmente ser hallados de paso, aun por gentes mundanas como nuestro policía.
Conociendo que el destino de ambos truhanes eran los Himalayas, el oficial nos relató una extraña historia:
“¡Ya veo que ustedes andan locos por los santos! Pero nunca tropezaran con un hombre de Dios como el que yo vi hace poco. Mi hermano oficial y yo lo encontramos por primera vez hace cinco días. Estábamos patrullando el Ganges en cuidadosa vigilancia de cierto asesino. Nuestras instrucciones eran de capturarlo vivo o muerto. Se sabía que andaba disfrazado de sadhu para robar con mayor facilidad a los peregrinos. A corta distancia de nosotros sorprendimos a un hombre cuyas señales coincidían con la descripción del criminal. No hizo caso cuando le ordenamos detenerse, y entonces corrimos tras él, y acercándonos por las espalda, con el hacha le di con tremenda fuerza.
El brazo del hombre quedó arrancado casi completamente. Sin proferir un grito ni mirar siquiera a la tremenda herida, el desconocido continuó, ante nuestro asombro, su rápido paso. Cuando saltamos delante de él para interceptarle el paso, con calma nos dijo: “Yo no soy el asesino que ustedes andan buscando”. “Yo estaba profundamente mortificado al ver que había herido a un hombre de presencia divina, a un sabio. Postrándome a sus pies, imploré su perdón y le ofrecí la tela de mi turbante para restañar y cubrir la enorme herida de que manaba abundante sangre”. “Hijo mío, eso no es más que un error muy explicable de tu parte”. El santo me miraba amablemente. “Sigue tu camino y no te reconvengas ni apenes por lo que has hechos. La Madre Divina cuida de mí”. Agarró el brazo colgante y lo colocó en su sitio y ¿¡oh milagro!, el brazo quedó adherido e inexplicablemente la sangre dejó de fluir. "Ven a verme bajo aquel árbol dentro de tres días y me encontrarás completamente curado. Así no tendrás más remordimientos”.
“Ayer, mi compañero y yo fuimos ansiosamente al sitio que él nos había designado. El sadhu estaba allí y nos permitió que le examináramos el brazo. ¡Este no mostraba ninguna señal o cicatriz de herida! “Voy por la vía de Rishikesh a los solitarios Himalayas”. Nos bendijo y partió rápidamente. Hoy siento que mi vida se ha elevado espiritualmente merced a su santidad"
El policía terminó su narración con una exclamación piadosa: aquella experiencia le había conmovido más allá de sus capacidades. Con significativo gesto de importancia, me dio, para que lo leyera, el recorte de un diario en donde se narraba el milagro. Con el pomposo estilo de los periódicos sensacionales (¡que no faltan tampoco en la India!), la versión del reportero aparecía bastante exagerada, indicando que el sadhu había sido poco menos que decapitado.
Amar y yo sentimos mucho no haber conocido a ese gran yogi que perdonara a sus perseguidores de tan cristiana manera. La India, materialmente pobre en las dos últimas centurias, tiene, sin embargo, un tesoro inagotable de riqueza divina. Espirituales “rascacielos” pueden ocasionalmente ser hallados de paso, aun por gentes mundanas como nuestro policía.
AUTOBIOGRAFÍA DE UN YOGUI, Paramahamsa Yogananda
2 comentarios:
Indudablemente de un santo,buena lección.
Doctor es muy bueno escucharlo en la radio los sabados y buscar siempre un espacio para conectarnos con nuestro interior, todas nuestras actividades son divinas en el quehacer diario, pero hemos perdido la conciencia y por eso nos vemos diferentes.
Me quede anonadada
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